Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 6 de marzo de 1927 - México, D. F., 17 de abril de 20142 ), más conocido como Gabriel García Márquez ), fue un escritor, novelista, cuentista, guionista, editor y periodista colombiano. En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura.
El coronel no tiene quien le escriba ( Editorial Alianza )
El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una
cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con
un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las
últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata.
Mientras esperaba a que hirviera la infusión, sentado junto a la hornilla de barro
cocido en una actitud de confiada e inocente expectativa, el coronel experimentó la
sensación de que nacían hongos y lirios venenosos en sus tripas. Era octubre. Una
mañana difícil de sortear, aun para un hombre como él que había sobrevivido a tantas
mañanas como ésa. Durante cincuenta v seis años -desde cuando terminó la última
guerra civil- el coronel no había hecho nada distinto de esperar. Octubre era una de las
pocas cosas que llegaban.
Su esposa levantó el mosquitero cuando lo vio entrar al dormitorio con el café. Esa
noche había sufrido una crisis de asma y ahora atravesaba por un estado de sopor.
Pero se incorporó para recibir la taza.
-Y tú -dijo.
-Ya tomé -mintió el coronel-. Todavía quedaba una cucharada grande.
En ese momento empezaron los dobles. El coronel se había olvidado del entierro.
Mientras su esposa tomaba el café, descolgó la hamaca en un extremo y la enrolló en
el otro, detrás de la puerta. La mujer pensó en el muerto.
-Nació en 1922 -dijo-. Exactamente un mes después de nuestro hijo. El siete de
abril.
Siguió sorbiendo el café en las pausas de su respiración pedregosa. Era una mujer
construida apenas en cartílagos blancos sobre una espina dorsal arqueada e inflexible.
Los trastornos respiratorios la obligaban a preguntar afirmando. Cuando terminó el
café todavía estaba pensando en el muerto.
Debe ser horrible estar enterrado en octubre», dijo. Pero su marido no le puso
atención. Abrió la ventana. Octubre se había instalado en el patio. Contemplando la
vegetación que reventaba en verdes intensos, las minúsculas tiendas de las lombrices
en el barro, el coronel volvió a sentir el mes aciago en los intestinos.
-Tengo los huesos húmedos -dijo.
-Es el invierno -replicó la mujer-. Desde que empezó a llover te estoy diciendo que
duermas con las medias puestas.
-Hace una semana que estoy durmiendo con ellas.
Llovía despacio pero sin pausas. El coronel habría preferido envolverse en una
manta de lana y meterse otra vez en la hamaca. Pero la insistencia de los bronces
rotos le recordó el entierro. «Es octubre», murmuró, y caminó hacia el centro del
cuarto. Sólo entonces se acordó del gallo amarrado a la pata de la cama. Era un gallo
de pelea.
Después de llevar la taza a la cocina dio cuerda en la sala a un reloj de péndulo
montado en un marco de madera labrada. A diferencia del dormitorio, demasiado
estrecho para la respiración de una asmática, la sala era amplia, con cuatro mecedoras
de fibra en torno a una mesita con un tapete y un gato de yeso. En la pared opuesta a
la del reloj, el cuadro de una mujer entre tules rodeada de amorines en una barca
cargada de rosas.
Eran las siete y veinte cuando acabó de dar cuerda al reloj. Luego llevó el gallo a la
cocina, lo amarró a un soporte de la hornilla, cambió el agua al tarro y puso al lado un
puñado de maíz. Un grupo de niños penetró por la cerca desportillada. Se sentaron en
torno al gallo, a contemplarlo en silencio.
-No miren más a ese animal -dijo el coronel-. Los gallos se gastan de tanto mirarlos.
Los niños no se alteraron. Uno de ellos inició en la armónica los acordes de una
canción de moda. «No toques hoy», le dijo el coronel. «Hay muerto en el pueblo.» El
niño guardó el instrumento en el bolsillo del pantalón y el coronel fue al cuarto a
vestirse para el entierro.
La ropa blanca estaba sin planchar a causa del asma de la mujer. De manera que el
coronel tuvo que decidirse por el viejo traje de paño negro que después de su
matrimonio sólo usaba en ocasiones especiales. Le costó trabajo encontrarlo en el
fondo del baúl, envuelto en periódicos y preservado contra las polillas con bolitas de
naftalina. Estirada en la cama la mujer seguía pensando en el muerto.
-Ya debe haberse encontrado con Agustín -dijo-. Puede ser que no le cuente la
situación en que quedamos después de su muerte.
-A esta hora estarán discutiendo de gallos -dijo el coronel.
Encontró en el baúl un paraguas enorme y antiguo. Lo había ganado la mujer en
uná tómbola política destinada a recolectar fondos para el partido del coronel. Esa
misma noche asistieron a un espectáculo al aire libre que no fue interrumpido a pesar
de la lluvia. El coronel, su esposa y su hijo Agustín -que entonces tenía ocho años presenciaron
el espectáculo hasta el final, sentados bajo el paraguas. Ahora Agustín
estaba muerto y el forro de raso brillante había sido destruido por las polillas.
-Mira en lo que ha quedado nuestro paraguas de payaso de circo -dijo el coronel con
una antigua frase suya. Abrió sobre su cabeza un misterioso sistema de varillas
metálicas-. Ahora sólo sirve para contar las estrellas.
Sonrió. Pero la mujer no se tomó el trabajo de mirar el paraguas. «Todo está así»,
murmuró. «Nos estamos pudriendo vivos.» Y cerró los ojos para pensar más
intensamente en el muerto.
Después de afeitarse al tacto -pues carecía de espejo desde hacía mucho tiempo- el
coronel se vistió en silencio. Los pantalones, casi tan ajustados a las piernas como los
calzoncillos largos, cerrados en los tobillos con lazos corredizos, se sostenían en la
cintura con dos lengüetas del mismo paño que pasaban a través de dos hebillas
doradas cosidas a la altura de los riñones. No usaba correa. La camisa color de cartón
antiguo, dura como un cartón, se cerraba con un botón de cobre que servía al mismo
tiempo para. sostener el cuello postizo. Pero el cuello postizo estaba roto, de manera
que el coronel renunció a la corbata.
Hacía cada cosa como si fuera un acto trascendental. Los huesos de sus manos
estaban forrados por un pellejo lúcido y tenso, manchado de carate como la piel del
cuello. Antes de ponerse los botines de charol raspó el barro incrustado en la costura.
Su esposa lo vio en ese instante, vestido como el día de su matrimonio. Sólo entonces
advirtió cuánto había envejecido su esposo.
-Estás como para un acontecimiento -dijo.
-Este entierro es un acontecimiento -dijo el coronel-. Es el primer muerto de muerte
natural que tenemos en muchos años.
Escampó después de las nueve. El coronel se disponía a salir cuando su esposa lo
agarró por la manga del saco.
-Péinate -dijo.
Él trató de doblegar con un peine de cuerno las cerdas color de acero. Pero fue un
esfuerzo inútil.
-Debo parecer un papagayo -dijo.
La mujer lo examinó. Pensó que no. El coronel no parecía un papagayo. Era un
hombre árido, de huesos sólidos articulados a tuerca y tornillo. Por la vitalidad de sus
ojos no parecía conservado en formol.
«Así estás bien», admitió ella, y agregó cuando su marido abandonaba el cuarto:
-Pregúntale al doctor si en esta casa le echamos agua caliente.
Vivían en el extremo del pueblo, en una casa de techo de palma con paredes de cal
desconchadas. La humedad continuaba pero no llovía. El coronel descendió hacia la
plaza por un callejón de casas apelotonadas. Al desembocar a la calle central sufrió un
estremecimiento. Hasta donde alcanzaba su vista el pueblo estaba tapizado de flores.
Sentadas a la puerta de las casas las mujeres de negro esperaban el entierro.
En la plaza comenzó otra vez la llovizna. El propietario del salón de billares vio al
coronel desde la puerta de su establecimiento y le gritó con los brazos abiertos:
-Coronel, espérese y le presto un paraguas.
El coronel respondió sin volver la cabeza.
-Gracias, así voy bien.
Aún no había salido el entierro. Los hombres -vestidos de blanco con corbatas
negras- conversaban en la puerta bajo los paraguas. Uno de ellos vio al coronel
saltando sobre los charcos de la plaza.
-Métase aquí, compadre -gritó.
Hizo espacio bajo el paraguas.
-Gracias, compadre -dijo el coronel.
Pero no aceptó la invitación. Entró directamente a la casa para dar el pésame a la
madre del muerto. Lo primero que percibió fue el olor de muchas flores diferentes.
Después empezó el calor. El coronel trató de abrirse camino a través de la multitud
bloqueada en la alcoba. Pero alguien le puso una mano en la espalda, lo empujó hacia
el fondo del cuarto por una galería de rostros perplejos hasta el lugar donde se
encontraban -profundas y dilatadas- las fosas nasales del muerto.
Allí estaba la madre espantando las moscas del ataúd con un abanico de palmas
trenzadas. Otras mujeres vestidas de negro contemplaban el cadáver con la misma
expresión con que se mira la corriente de un río. De pronto empezó una voz en el
fondo del cuarto. El coronel hizo de lado a una mujer, encontró de perfil a la madre del
muerto y le puso una mano en el hombro. Apretó los dientes.
-Mi sentido pésame -dijo.
Ella no volvió la cabeza. Abrió la boca y lanzó un aullido. El coronel se sobresaltó. Se
sintió empujado contra el cadáver por una masa deforme que estalló en un vibrante
alarido. Buscó apoyo con las manos pero no encontró la pared. Había otros cuerpos en
su lugar. Alguien dijo junto a su oído, despacio, con una voz muy tierna: «Cuidado,
coronel». Volteó la cabeza y se encontró con el muerto. Pero no lo reconoció porque
era duro y dinámico y parecía tan desconcertado como él, envuelto en trapos blancos y
con el cornetín en las manos. Cuando levantó la cabeza para buscar el aire por encima
de los gritos vio la caja tapada dando tumbos hacia la puerta por una pendiente de
flores que se despedazaban contra las paredes. Sudó. Le dolían las articulaciones. Un
momento después supo que estaba en la calle porque la llovizna le maltrató los
párpados y alguien lo agarró por el brazo y le dijo:
Apúrese, compadre, lo estaba esperando.
Era don Sabas, el padrino de su hijo muerto, el único dirigente de su partido que
escapó a la persecución política y continuaba viviendo en el pueblo. «Gracias,
compadre», dijo el coronel, y caminó en silencio bajo el paraguas. La banda inició la
marcha fúnebre. El coronel advirtió la falta de un cobre y por primera vez tuvo la
certidumbre de que el muerto estaba muerto.
-El pobre -murmuró.
Don Sabas carraspeó. Sostenía el paraguas con la mano izquierda, el mango casi a
la altura de la cabeza pues era más bajo que el coronel. Los hombres empezaron a
conversar cuando el cortejo abandonó la plaza. Don Sabas volvió entonces hacia el
coronel su rostro desconsolado, y dijo:
-Compadre, qué hay del gallo.
Ahí está el gallo -respondió el coronel.
En ese instante se oyó un grito:
-¿Adónde van con ese muerto?
El coronel levantó la vista. Vio al alcalde en el balcón del cuartel en una actitud
discursiva. Estaba en calzoncillos y franela, hinchada la mejilla sin afeitar. Los músicos
suspendieron la marcha fúnebre. Un momento después el coronel reconoció la voz del
padre Ángel conversando a gritos con el alcalde. Descifró el diálogo a través de la
crepitación de la lluvia sobre los paraguas.
-¿Entonces? -preguntó don Sabas.
-Entonces nada -respondió el coronel-. Que el entierro no puede pasar frente al
cuartel de la policía.
-Se me había olvidado -exclamó don Sabas-. Siempre se me olvida que estamos en
estado de sitio.
-Pero esto no es una insurrección -dijo el coronel-. Es un pobre músico muerto.
El cortejo cambió de sentido. En los barrios bajos las mujeres lo vieron pasar
mordiéndose las uñas en silencio. Pero después salieron al medio de la calle y lanzaron
gritos de alabanzas, de gratitud y despedida, como si creyeran que el muerto las
escuchaba dentro del ataúd. El coronel se sintió mal en el cementerio. Cuando don
Sabas lo empujó hacia la pared para dar paso a los hombres que transportaban al
muerto, volvió su cara sonriente hacia él, pero se encontró con un rostro duro.
-Qué le pasa, compadre -preguntó.
El coronel suspiró.
-Es octubre, compadre.
Regresaron por la misma calle. Había escampado. El cielo se hizo profundo, de un
azul intenso. «Ya no llueve más», pensó el coronel, y se sintió mejor, pero continuó
absorto. Don Sabas lo interrumpió.
-Compadre, hágase ver del médico.
-No estoy enfermo -dijo el coronel-. Lo que pasa es que en octubre siento como si
tuviera animales en las tripas.
«Ah», hizo don Sabas. Y se despidió en la puerta de su casa, un edificio nuevo, de dos
pisos, con ventanas de hierro forjado. El coronel se dirigió a la suya desesperado por
abandonar el traje de ceremonias. Volvió a salir un momento después a comprar en la
tienda de la esquina un tarro de café y media libra de maíz para el gallo.
cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con
un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las
últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata.
Mientras esperaba a que hirviera la infusión, sentado junto a la hornilla de barro
cocido en una actitud de confiada e inocente expectativa, el coronel experimentó la
sensación de que nacían hongos y lirios venenosos en sus tripas. Era octubre. Una
mañana difícil de sortear, aun para un hombre como él que había sobrevivido a tantas
mañanas como ésa. Durante cincuenta v seis años -desde cuando terminó la última
guerra civil- el coronel no había hecho nada distinto de esperar. Octubre era una de las
pocas cosas que llegaban.
Su esposa levantó el mosquitero cuando lo vio entrar al dormitorio con el café. Esa
noche había sufrido una crisis de asma y ahora atravesaba por un estado de sopor.
Pero se incorporó para recibir la taza.
-Y tú -dijo.
-Ya tomé -mintió el coronel-. Todavía quedaba una cucharada grande.
En ese momento empezaron los dobles. El coronel se había olvidado del entierro.
Mientras su esposa tomaba el café, descolgó la hamaca en un extremo y la enrolló en
el otro, detrás de la puerta. La mujer pensó en el muerto.
-Nació en 1922 -dijo-. Exactamente un mes después de nuestro hijo. El siete de
abril.
Siguió sorbiendo el café en las pausas de su respiración pedregosa. Era una mujer
construida apenas en cartílagos blancos sobre una espina dorsal arqueada e inflexible.
Los trastornos respiratorios la obligaban a preguntar afirmando. Cuando terminó el
café todavía estaba pensando en el muerto.
Debe ser horrible estar enterrado en octubre», dijo. Pero su marido no le puso
atención. Abrió la ventana. Octubre se había instalado en el patio. Contemplando la
vegetación que reventaba en verdes intensos, las minúsculas tiendas de las lombrices
en el barro, el coronel volvió a sentir el mes aciago en los intestinos.
-Tengo los huesos húmedos -dijo.
-Es el invierno -replicó la mujer-. Desde que empezó a llover te estoy diciendo que
duermas con las medias puestas.
-Hace una semana que estoy durmiendo con ellas.
Llovía despacio pero sin pausas. El coronel habría preferido envolverse en una
manta de lana y meterse otra vez en la hamaca. Pero la insistencia de los bronces
rotos le recordó el entierro. «Es octubre», murmuró, y caminó hacia el centro del
cuarto. Sólo entonces se acordó del gallo amarrado a la pata de la cama. Era un gallo
de pelea.
Después de llevar la taza a la cocina dio cuerda en la sala a un reloj de péndulo
montado en un marco de madera labrada. A diferencia del dormitorio, demasiado
estrecho para la respiración de una asmática, la sala era amplia, con cuatro mecedoras
de fibra en torno a una mesita con un tapete y un gato de yeso. En la pared opuesta a
la del reloj, el cuadro de una mujer entre tules rodeada de amorines en una barca
cargada de rosas.
Eran las siete y veinte cuando acabó de dar cuerda al reloj. Luego llevó el gallo a la
cocina, lo amarró a un soporte de la hornilla, cambió el agua al tarro y puso al lado un
puñado de maíz. Un grupo de niños penetró por la cerca desportillada. Se sentaron en
torno al gallo, a contemplarlo en silencio.
-No miren más a ese animal -dijo el coronel-. Los gallos se gastan de tanto mirarlos.
Los niños no se alteraron. Uno de ellos inició en la armónica los acordes de una
canción de moda. «No toques hoy», le dijo el coronel. «Hay muerto en el pueblo.» El
niño guardó el instrumento en el bolsillo del pantalón y el coronel fue al cuarto a
vestirse para el entierro.
La ropa blanca estaba sin planchar a causa del asma de la mujer. De manera que el
coronel tuvo que decidirse por el viejo traje de paño negro que después de su
matrimonio sólo usaba en ocasiones especiales. Le costó trabajo encontrarlo en el
fondo del baúl, envuelto en periódicos y preservado contra las polillas con bolitas de
naftalina. Estirada en la cama la mujer seguía pensando en el muerto.
-Ya debe haberse encontrado con Agustín -dijo-. Puede ser que no le cuente la
situación en que quedamos después de su muerte.
-A esta hora estarán discutiendo de gallos -dijo el coronel.
Encontró en el baúl un paraguas enorme y antiguo. Lo había ganado la mujer en
uná tómbola política destinada a recolectar fondos para el partido del coronel. Esa
misma noche asistieron a un espectáculo al aire libre que no fue interrumpido a pesar
de la lluvia. El coronel, su esposa y su hijo Agustín -que entonces tenía ocho años presenciaron
el espectáculo hasta el final, sentados bajo el paraguas. Ahora Agustín
estaba muerto y el forro de raso brillante había sido destruido por las polillas.
-Mira en lo que ha quedado nuestro paraguas de payaso de circo -dijo el coronel con
una antigua frase suya. Abrió sobre su cabeza un misterioso sistema de varillas
metálicas-. Ahora sólo sirve para contar las estrellas.
Sonrió. Pero la mujer no se tomó el trabajo de mirar el paraguas. «Todo está así»,
murmuró. «Nos estamos pudriendo vivos.» Y cerró los ojos para pensar más
intensamente en el muerto.
Después de afeitarse al tacto -pues carecía de espejo desde hacía mucho tiempo- el
coronel se vistió en silencio. Los pantalones, casi tan ajustados a las piernas como los
calzoncillos largos, cerrados en los tobillos con lazos corredizos, se sostenían en la
cintura con dos lengüetas del mismo paño que pasaban a través de dos hebillas
doradas cosidas a la altura de los riñones. No usaba correa. La camisa color de cartón
antiguo, dura como un cartón, se cerraba con un botón de cobre que servía al mismo
tiempo para. sostener el cuello postizo. Pero el cuello postizo estaba roto, de manera
que el coronel renunció a la corbata.
Hacía cada cosa como si fuera un acto trascendental. Los huesos de sus manos
estaban forrados por un pellejo lúcido y tenso, manchado de carate como la piel del
cuello. Antes de ponerse los botines de charol raspó el barro incrustado en la costura.
Su esposa lo vio en ese instante, vestido como el día de su matrimonio. Sólo entonces
advirtió cuánto había envejecido su esposo.
-Estás como para un acontecimiento -dijo.
-Este entierro es un acontecimiento -dijo el coronel-. Es el primer muerto de muerte
natural que tenemos en muchos años.
Escampó después de las nueve. El coronel se disponía a salir cuando su esposa lo
agarró por la manga del saco.
-Péinate -dijo.
Él trató de doblegar con un peine de cuerno las cerdas color de acero. Pero fue un
esfuerzo inútil.
-Debo parecer un papagayo -dijo.
La mujer lo examinó. Pensó que no. El coronel no parecía un papagayo. Era un
hombre árido, de huesos sólidos articulados a tuerca y tornillo. Por la vitalidad de sus
ojos no parecía conservado en formol.
«Así estás bien», admitió ella, y agregó cuando su marido abandonaba el cuarto:
-Pregúntale al doctor si en esta casa le echamos agua caliente.
Vivían en el extremo del pueblo, en una casa de techo de palma con paredes de cal
desconchadas. La humedad continuaba pero no llovía. El coronel descendió hacia la
plaza por un callejón de casas apelotonadas. Al desembocar a la calle central sufrió un
estremecimiento. Hasta donde alcanzaba su vista el pueblo estaba tapizado de flores.
Sentadas a la puerta de las casas las mujeres de negro esperaban el entierro.
En la plaza comenzó otra vez la llovizna. El propietario del salón de billares vio al
coronel desde la puerta de su establecimiento y le gritó con los brazos abiertos:
-Coronel, espérese y le presto un paraguas.
El coronel respondió sin volver la cabeza.
-Gracias, así voy bien.
Aún no había salido el entierro. Los hombres -vestidos de blanco con corbatas
negras- conversaban en la puerta bajo los paraguas. Uno de ellos vio al coronel
saltando sobre los charcos de la plaza.
-Métase aquí, compadre -gritó.
Hizo espacio bajo el paraguas.
-Gracias, compadre -dijo el coronel.
Pero no aceptó la invitación. Entró directamente a la casa para dar el pésame a la
madre del muerto. Lo primero que percibió fue el olor de muchas flores diferentes.
Después empezó el calor. El coronel trató de abrirse camino a través de la multitud
bloqueada en la alcoba. Pero alguien le puso una mano en la espalda, lo empujó hacia
el fondo del cuarto por una galería de rostros perplejos hasta el lugar donde se
encontraban -profundas y dilatadas- las fosas nasales del muerto.
Allí estaba la madre espantando las moscas del ataúd con un abanico de palmas
trenzadas. Otras mujeres vestidas de negro contemplaban el cadáver con la misma
expresión con que se mira la corriente de un río. De pronto empezó una voz en el
fondo del cuarto. El coronel hizo de lado a una mujer, encontró de perfil a la madre del
muerto y le puso una mano en el hombro. Apretó los dientes.
-Mi sentido pésame -dijo.
Ella no volvió la cabeza. Abrió la boca y lanzó un aullido. El coronel se sobresaltó. Se
sintió empujado contra el cadáver por una masa deforme que estalló en un vibrante
alarido. Buscó apoyo con las manos pero no encontró la pared. Había otros cuerpos en
su lugar. Alguien dijo junto a su oído, despacio, con una voz muy tierna: «Cuidado,
coronel». Volteó la cabeza y se encontró con el muerto. Pero no lo reconoció porque
era duro y dinámico y parecía tan desconcertado como él, envuelto en trapos blancos y
con el cornetín en las manos. Cuando levantó la cabeza para buscar el aire por encima
de los gritos vio la caja tapada dando tumbos hacia la puerta por una pendiente de
flores que se despedazaban contra las paredes. Sudó. Le dolían las articulaciones. Un
momento después supo que estaba en la calle porque la llovizna le maltrató los
párpados y alguien lo agarró por el brazo y le dijo:
Apúrese, compadre, lo estaba esperando.
Era don Sabas, el padrino de su hijo muerto, el único dirigente de su partido que
escapó a la persecución política y continuaba viviendo en el pueblo. «Gracias,
compadre», dijo el coronel, y caminó en silencio bajo el paraguas. La banda inició la
marcha fúnebre. El coronel advirtió la falta de un cobre y por primera vez tuvo la
certidumbre de que el muerto estaba muerto.
-El pobre -murmuró.
Don Sabas carraspeó. Sostenía el paraguas con la mano izquierda, el mango casi a
la altura de la cabeza pues era más bajo que el coronel. Los hombres empezaron a
conversar cuando el cortejo abandonó la plaza. Don Sabas volvió entonces hacia el
coronel su rostro desconsolado, y dijo:
-Compadre, qué hay del gallo.
Ahí está el gallo -respondió el coronel.
En ese instante se oyó un grito:
-¿Adónde van con ese muerto?
El coronel levantó la vista. Vio al alcalde en el balcón del cuartel en una actitud
discursiva. Estaba en calzoncillos y franela, hinchada la mejilla sin afeitar. Los músicos
suspendieron la marcha fúnebre. Un momento después el coronel reconoció la voz del
padre Ángel conversando a gritos con el alcalde. Descifró el diálogo a través de la
crepitación de la lluvia sobre los paraguas.
-¿Entonces? -preguntó don Sabas.
-Entonces nada -respondió el coronel-. Que el entierro no puede pasar frente al
cuartel de la policía.
-Se me había olvidado -exclamó don Sabas-. Siempre se me olvida que estamos en
estado de sitio.
-Pero esto no es una insurrección -dijo el coronel-. Es un pobre músico muerto.
El cortejo cambió de sentido. En los barrios bajos las mujeres lo vieron pasar
mordiéndose las uñas en silencio. Pero después salieron al medio de la calle y lanzaron
gritos de alabanzas, de gratitud y despedida, como si creyeran que el muerto las
escuchaba dentro del ataúd. El coronel se sintió mal en el cementerio. Cuando don
Sabas lo empujó hacia la pared para dar paso a los hombres que transportaban al
muerto, volvió su cara sonriente hacia él, pero se encontró con un rostro duro.
-Qué le pasa, compadre -preguntó.
El coronel suspiró.
-Es octubre, compadre.
Regresaron por la misma calle. Había escampado. El cielo se hizo profundo, de un
azul intenso. «Ya no llueve más», pensó el coronel, y se sintió mejor, pero continuó
absorto. Don Sabas lo interrumpió.
-Compadre, hágase ver del médico.
-No estoy enfermo -dijo el coronel-. Lo que pasa es que en octubre siento como si
tuviera animales en las tripas.
«Ah», hizo don Sabas. Y se despidió en la puerta de su casa, un edificio nuevo, de dos
pisos, con ventanas de hierro forjado. El coronel se dirigió a la suya desesperado por
abandonar el traje de ceremonias. Volvió a salir un momento después a comprar en la
tienda de la esquina un tarro de café y media libra de maíz para el gallo.
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( La Obra Continua...)
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