viernes, 19 de mayo de 2017
Pro y contra de la Osadía M. Benedetti
Ya dije que en Capurro había otro paisaje fundamental: la cancha de fútbol del Club Lito. Era una institución modesta (creo que integraba una división que entonces se llamaba Intermedia), pero todo el barrio la apoyaba. Por otra parte, más de una vez cedía gratuitamente la cancha a equipos más modestos aún, que ni siquiera tenían campo de juego. En esos casos (tales partidos solían jugarse los domingos por la mañana) no se cobraba entrada. A veces íbamos con el viejo, que era un tibio hincha de Defensor*, aunque nunca acumulaba suficiente entusiasmo como para trasladarse al Parque Rodó. La cancha de Lito, en cambio, quedaba ahí cerquita y él se divertía con las chambonadas* de aquellos cuadritos* que se enfrentaban en las soleadas mañanas de domingo.Todavía recuerdo a un arquerito casi adolescente que tenía una manía. Cuando los tiros de los delanteros rivales eran fuertes y esquinados, se mandaba tremendas palomas y despejes de puño* y era muy aplaudido por los cuarenta espectadores. Pero cuando el balón venía por lo alto, entonces se daba el lujo de estirar su camiseta hacia adelante y recibía la pelota en el hueco improvisado. Ese alarde era para él la gloria, porque dejaba en ridículo a los del otro equipo y además divertía a los mirones. Una vez sin embargo no tuvo suerte.Quizá se debió a que la pelota había alcanzado en esa ocasión una mayor altura y en consecuencia cayó con fuerza inusitada. Lo cierto fue que cuando el golerito estiró como siempre su camiseta para recibir la globa*, la potencia que ésta traía venció irremediablemente aquella ostentación, se le coló entre las piernas y rodó sin apuro por el césped hasta cruzar la línea de gol. Los delanteros del cuadro contrario festejaron aquella conquista con saltos y risotadas. Algunos se apretaban la barriga de tanto reírse. Avergonzados, los compañeros del guardameta se retiraron silenciosamente hacia el centro de la cancha. Ninguno de ellos se acercó a consolarlo. Lo dejaron solo. De pronto mi viejo me tomó del brazo y dijo: “Mirá”, señalando hacia la valla vencida. Miré, pues, y ahí estaba el pobre muchacho, llorando desconsoladamente junto a uno de los postes. No podíamos entrar en la cancha para animarlo. Además, el partido se había reiniciado. Él se secó las lágrimas con el puño cerrado y se colocó nuevamente en su puesto. Pero toda su gallardía, su vocación de espectáculo,se habían esfumado. Esa misma mañana le metieron tres goles más: uno directo de córner, otro de penal y el último como resultado de un dribbling* ominoso que le hizo el entreala* en la boca del arco. Por supuesto,fue su último partido. Quien lo sustituyó el domingo siguiente era bastante bruto, pero no tanto como para no advertir que le estaba terminantemente prohibido embolsar la pelota en la camiseta.
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