martes, 29 de septiembre de 2015

Dependencias Dependientes By Mason Haire






Dependencia: Subordinación a un poder mayor. 
Independencia: Que no tiene dependencia, que no depende de otro. 

La creación de necesidades. 
Dependencia e independencia
 

Vale la pena observar otro aspecto al considerar las motivaciones de los individuos en el trabajo: el desarrollo de necesidades y el papel central del equilibrio entre la dependencia y la independencia en la conducta humana. El niño viene al mundo con todo un conjunto de necesidades físicas, pero sin el equipo que le permita satisfacerlas. Depende totalmente de otro ser para los medios capaces de satisfacer sus necesidades, en verdad, todos los medios para su supervivencia. En la vida adulta todos conocemos, en cierta medida, esta clase de dependencia, que se presenta con aspectos muy confortables, pues significa que no hay que preocuparse por las necesidades propias, desde que incumbe a otros proveer a ellas. Cuando nos internan en un hospital sentimos en cierta manera esta situación. 
Nada podemos hacer, excepto quedarnos quietos y esperar que la enfermera nos traiga comida, revistas y cigarrillos; y uno de los aspectos mas agradables de la situación es que no hay ninguna urgencia por hacer nada para uno mismo, porque ni siquiera podemos atender nuestras necesidades. Eventualmente la situación se vuelve frustrante e irritante, porque depender de otros para nuestro confort significa que estamos a merced de otras personas, y nada podríamos hacer si el agente que nos cuida dejara de hacerlo. Es que se quiere ´´ hacerlo uno mismo ´´. 
Cualquiera fuere el lenguaje que el niño emplee debe encarar este problema cuando nace. Acostumbrado a imponer su presencia con un fuerte chillido y recibir inmediata atención, se refugia en la comodidad de la dependencia: pero llegará forzosamente un día en que tal vez grite y la madre se encamine hacia el, pero precisamente en ese instante suena el teléfono y ella se vuelva para atender la llamada. Es posible que entonces el niño comience a experimentar no solo la frustración que le depara el depender de la madre, sino a advertir una amenaza esencial, puesto que (cualquiera fuere el nivel en que lo advierta) su existencia misma depende de la mediación de un agente. 
En virtud de esta yuxtaposición – el hecho de que el niño haya nacido con un conjunto de necesidades pero dependa de un agente para satisfacerlas-, surgen simultáneamente dos grupos de impulsos contrapuestos, uno en dirección de la dependencia y el otro de la independencia. 
Muchas de las necesidades sociales parecen desarrollarse por el lado de la dependencia. Enfrentados con el hecho de caer en un estado de dependencia, parecería natural que surja en los niños el deseo de apegarse a otras personas, y que la necesidad de asociación podría nacer simplemente de la mayor seguridad implícita en la presencia de quienes puedan servir de agentes o administradores de nuestras necesidades. En muy tierna edad puede ocurrir que la presencia de otra persona- Y en particular las relaciones con otros- tenga valor porque garantizan la presencia de alguien capaz de proporcionar los medios para satisfacer necesidades. No habría de sorprender que de este impulso en busca de relación con otros para asegurar satisfacciones, surgiese una tendencia a fortalecer el vinculo de relación y a hacer el lazo afectivo entre uno mismo y la otra persona lo mas estrecho posible para asegurar la continuidad de desarrollo del impulso afectivo. Análogamente, a esta altura, la necesidad de protección- la necesidad de ser cuidado- esta presente en la relación de dependencia. 
Al mismo tiempo crece en el niño una compenetración de propio yo y un deseo creciente de escapar a la amenaza implícita en la dependencia, al sentirse capaz de atender a sus propias necesidades. En estos atisbos de independencia comenzamos a ver parte de la futura personalidad del individuo, desarrollo que se vincula íntimamente con sus necesidades egoístas. Comienza a crearse en él la necesidad de gozar de autonomía y cuidarse sin tutela ajena contra la inseguridad y la dependencia, con lo cual recibe una mayor significación del propio yo y un impulso por controlar el ambiente que lo rodea junto a los demás, a la vez que van echándose las raíces de muchas de las cosas que mas tarde habrán de aparecer como necesidades egoístas. 
Por diversas razones hemos elaborado aquí el concepto del desarrollo de las necesidades. 
Por un lado, nos ayuda a comprender la naturaleza de las necesidades y su papel en la adaptación del individuo a la vida de relación, mientras por otro, hacer ver que el problema del equilibrio entre dependencia e independencia logrados en los periodos formativos .En consecuencia, individualmente se asignan distintos valores a las diversas necesidades que surgen de estas dos fuerzas, y se plantan diferentes problemas al enfrentar cualquier cosas relacionada con la dependencia: sometimiento a la autoridad, renuncia a la autonomía, autodeterminación Etc. Finalmente, reviste importancia rastrear los orígenes de la dependencia y la independencia en la infancia , situación que encuentra el subordinado en el trabajo, hasta el punto de poder sacar gran provecho de este examen. 

El superior controla la mayoría de los caminos que conducen a la satisfacción de necesidades. El subordinado debe, por la índole de la situación, depender de él para muchas de las cosas que espera cumplir en el trabajo. En consecuencia, se encuentra en una situación muy parecida a la del dilema del niño, y similitud es más que mera analogía. La comprensión de éste puede ayudarnos mucho a comprender los problemas y procesos de otro. En la industria, como en el hogar, la dependencia no es el problema que incumbe solo al subordinado. Así como la madre debe educar al niño a fin de que este vaya abandonando la total dependencia del periodo infantil, en el cual no puede hacer nada por sí, y frenar asimismo el desarrollo de su independencia a fin de que pueda asimilar sugerencias y convivir en sociedad.

Un Encuentro - James Joyce



James Joyce (Dublín, 2 de febrero de 1882 – Zúrich, 13 de enero de 1941) fue un escritor irlandés, reconocido mundialmente como uno de los más importantes e influyentes del siglo XX. Joyce es aclamado por su obra maestra, Ulises (1922), y por su controvertida novela posterior, Finnegans Wake (1939). Igualmente ha sido muy valorada la serie de historias breves titulada Dublineses (1914), así como su novela semi autobiográfica Retrato del artista adolescente (1916). Joyce es representante destacado de la corriente literaria denominada modernismo anglosajón, junto a autores como T. S. Eliot, Virginia Woolf, Ezra Pound o Wallace Stevens. 





James Joyce - Un Encuentro 

Fue Joe Dillon quien nos dio a conocer el Lejano Oeste. Tenía su pequeña colección de números atrasados de The Union Jack, Pluck y The Halfpenny Marvel. Todas las tardes, después de la escuela, nos reuníamos en el traspatio de su casa y jugábamos a los indios. El y su hermano menor, el gordo Leo, que era un ocioso, defendían los dos el altillo del establo mientras nosotros tratábamos de tomarlo por asalto; o librábamos una batalla campal sobre el césped. Pero, no importaba lo bien que peleáramos, nunca ganábamos ni el sitio ni la batalla y todo acababa como siempre, con Joe Dillon celebrando su victoria con una danza de guerra. Todas las mañanas sus padres iban a la misa de ocho en la iglesia de Gardiner Street y el aura apacible de Mrs Dillon dominaba el recibidor de la casa. Pero él jugaba a lo salvaje comparado con nosotros, más pequeños y más tímidos. Parecía un indio de verdad cuando salía de correrías por el traspatio, una funda de tetera en la cabeza y golpeando con el puño una lata, gritando: 
-¡Ya, yaka, yaka, yaka! 
Nadie quiso creerlo cuando dijeron que tenía vocación para el sacerdocio. Era verdad, sin embargo. 
El espíritu del desafuero se esparció entre nosotros y, bajo su influjo, se echaron a un lado todas las diferencias de cultura y de constitución física. Nos agrupamos, unos descaradamente, otros en broma y algunos casi con miedo: y en el grupo de estos últimos, los indios de mala gana que tenían miedo de parecer filomáticos o alfeñiques, estaba yo. Las aventuras relatadas en las novelitas del Oeste eran de por sí remotas, pero, por lo menos, abrían puertas de escape. A mí me gustaban más esos cuentos de detectives americanos donde de vez en cuando pasan muchachas, toscas, salvajes y bellas. Aunque no había nada malo en esas novelitas y sus intenciones muchas veces eran literarias, en la escuela circulaban en secreto. Un día cuando el padre Butler nos tomaba las cuatro páginas de Historia Romana, al chapucero de Leo Dillon lo cogieron con un número de The Halfpenny Marvel. 
-¿Esta página o ésta? ¿Esta página? Pues vamos a ver, Dillon, adelante. Apenas el día hubo... ¡Siga! ¿Qué día? Apenas el día hubo levantado... ¿Estudió usted esto? ¿Qué es esa cosa que tiene en el bolsillo? 
Cuando Leo Dillon entregó su magazine todos los corazones dieron un salto y pusimos cara de no romper un plato. El padre Butler lo hojeó, ceñudo. 
-¿Qué es esta basura? dijo-. ¡El jefe apache! ¿Es esto lo que ustedes leen en vez de estudiar Historia Romana? No quiero encontrarme más esta condenada bazofia en esta es-cuela. El que la escribió supongo que debe de ser un condenado plumífero que escribe estas cosas para beber. Me sorprende que jóvenes como ustedes, educados, lean cosa semejante. Lo entendería si fueran ustedes alumnos de... escuela pública. Ahora, Dillon, se lo advierto seriamente, aplíquese o... 
Tal reprimenda durante las sobrias horas de clase amenguó mucho la aureola del Oeste y la cara de Leo Dillon, confundida y abofada, despertó en mí más de un escrúpulo. Pero en cuanto la influencia moderadora de la escuela quedaba atrás empezaba a sentir otra vez el hambre de sensaciones sin freno, del escape que solamente estas crónicas desaforadas 
parecían ser capaces de ofrecerme. La mimética guerrita vespertina se volvió finalmente tan aburrida para mí como la rutina de la escuela por la mañana, porque lo que yo deseaba era correr verdaderas aventuras. Pero las aventuras verdaderas, pensé, no le ocurren jamás a los que se quedan en casa: hay que salir a buscarlas en tierras lejanas. 
Las vacaciones de verano estaban ahí al doblar cuando decidí romper la rutina escolar aunque fuera por un día. Junto con Leo Dillon y un muchacho llamado Mahony planeamos un día furtivo. Ahorramos seis peniques cada uno. Nos íbamos a encontrar a las diez de la mañana en el puente del canal. La hermana mayor de Mahony le iba a escribir una disculpa y Leo Dillon le iba a decir a su hermano que dijese que su hermano estaba enfermo. Convinimos en ir por Wharf Road, que es la calle del muelle, hasta llegar a los barcos, luego cruzaríamos en la lanchita hasta el Palomar. Leo Dillon tenía miedo de que nos encontráramos con el padre Butler o con alguien del colegio; pero Mahony le preguntó, con muy buen juicio, que qué iba a hacer el padre Butler en el Palomar. Tranquilizados, llevé a buen término la primera parte del complot haciendo una colecta de seis peniques por cabeza, no sin antes enseñarles a ellos a mi vez mis seis peniques. Cuando hacíamos los últimos preparativos la víspera, estábamos algo excitados. Nos dimos las manos, riendo, y Mahony dijo: 
-Ta mañana, socios. 
Esa noche, dormí mal. Por la mañana, fui el primero en llegar al puente, ya que yo vivía más cerca. Escondí mis libros entre la yerba crecida cerca del cenizal y al fondo del parque, donde nadie iba, y me apresuré malecón arriba. Era una tibia mañana de la primera semana de junio. Me senté en la albarda del puente a contemplar mis delicados zapatos de lona que diligentemente blanqueé la noche antes y a mirar los dóciles caballos que tiraban cuesta arriba de un tranvía lleno de empleados. Las ramas de los árboles que bordeaban la alameda estaban de lo más alegres con sus hojitas verde claro y el sol se escurría entre ellas hasta tocar el agua. El granito del puente comenzaba a calentarse y empecé a golpearlo con la mano al compás de una tonada que tenía en la mente. Me sentí de lo más bien. 
Llevaba sentado allí cinco o diez minutos cuando vi el traje gris de Mahony que se acercaba. Subía la cuesta, sonriendo, y se trepó hasta mí por el puente. Mientras esperábamos sacó el tiraflechas que le hacía bulto en un bolsillo interior y me explicó las mejoras que le había hecho. Le pregunté por qué lo había traído y me explicó que era para darles a los pájaros donde les duele. Mahony sabía hablar jerigonza y a menudo se refería al padre Butler como el Mechero de Bunsen. Esperamos un cuarto de hora o más, pero así y todo Leo Dillon no dio señales. Finalmente, Mahony se bajó de un brinco, diciendo: -Vámonos. Ya me sabía yo que ese manteca era un fulastre. 
-¿Y sus seis peniques...? -dije. 
-Perdió prenda -dijo Mahony-. Y mejor para nosotros: en vez de un seise, tenemos nueve peniques cada. 
Caminamos por el North Strand Road hasta que llegamos a la planta de ácido muriático y allí doblamos a la derecha para coger por los muelles. Tan pronto como nos alejamos de la gente, Mahony comenzó a jugar a los indios. Persiguió a un grupo de niñas andrajosas, apuntándolas con su tiraflechas y cuando dos andrajosos empezaron, de galantes, a tiramos piedras, Mahony propuso que les cayéramos arriba. Me opuse diciéndole que eran muy chiquitos para nosotros y seguimos nuestro camino, con toda la bandada de andrajosos dándonos gritos de Cuá, cuá, ¡cuáqueros! creyéndonos protestantes, porque Mahony, que era muy prieto, llevaba la insignia de un equipo de criquet en su gorra. Cuando llegamos a La Plancha planeamos ponerle sitio; pero fue todo un fracaso, porque hacen falta por lo menos tres para un sitio. Nos vengamos de Leo Dillon declarándolo un fulastre y tratando de adivinar los azotes que le iba a dar Mr Ryan a las tres. 
Luego llegamos al río. Nos demoramos bastante por unas calles de mucho movimiento entre altos muros de mampostería, viendo funcionar las grúas y las maquinarias y más de una vez los carretoneros nos dieron gritos desde sus carretas crujientes para activamos. Era mediodía cuando llegamos a los muelles y, como los estibadores parecían estar almorzando, nos compramos dos grandes panes de pasas y nos sentamos a comerlos en unas tuberías de metal junto al río. Nos dimos gusto contemplando el tráfico del puerto -las barcazas anunciadas desde lejos por sus bucles de humo, la flota pesquera, parda, al otro lado de Ringsend, los enormes veleros blancos que descargaban en el muelle de la orilla opuesta. Mahony habló de la buena furtivada que sería enrolarse en uno de esos grandes barcos, y hasta yo, mirando sus mástiles, vi, o imaginé, cómo la escasa geografía que nos metían por la cabeza en la escuela cobraba cuerpo gradualmente ante mis ojos. Casa y colegio daban la impresión de alejarse de nosotros y su influencia parecía que se esfumaba. 
Cruzamos el Liffey en la lanchita, pagando por que nos pasaran en compañía de dos obreros y de un judío menudo que cargaba con una maleta. Estábamos todos tan serios que resultábamos casi solemnes, pero en una ocasión durante el corto viaje nuestros ojos se cruzaron y nos reímos. Cuando desembarcamos vimos la descarga de la linda goleta de tres palos que habíamos contemplado desde el muelle de enfrente. Algunos espectadores dijeron que era un velero noruego. Caminé hasta la proa y traté de descifrar la leyenda inscrita en ella pero, al no poder hacerlo, regresé a examinar los marinos extranjeros para ver si alguno tenía los ojos verdes, ya que tenía confundidas mis ideas... Los ojos de los marineros eran azules, grises y hasta negros. El único marinero cuyos ojos podían llamarse con toda propiedad verdes era uno grande, que divertía al público en el muelle gritando alegremente cada vez que caían las albardas: 
-¡Muy bueno! ¡Muy bueno! 
Cuando nos cansamos de mirar nos fuimos lentamente hasta Ringsend. El día se había hecho sofocante y en las ventanas de las tiendas unas galletas mohosas se desteñían al sol. Compramos galletas y chocolate, que comimos muy despacio mientras vagábamos por las mugrientas calles en que vivían las familias de los pescadores. No encontramos ninguna lechería, así que nos llegamos a una venduta y compramos una botella de limonada de frambuesa para cada uno. Ya refrescado, Mahony persiguió un gato por un callejón, pero se le escapó hacia un terreno abierto. Estábamos bastante cansados los dos y cuando llegamos al campo nos dirigimos enseguida hacia una cuesta empinada desde cuyo tope pudimos ver el Dodder. 
Se había hecho demasiado tarde y estábamos muy cansados para llevar a cabo nuestro proyecto de visitar el Palomar. Teníamos que estar de vuelta antes de las cuatro o nuestra aventura se descubriría. Mahony miró su tiraflechas, compungido, y tuve que sugerir regresar en el tren para que recobrara su alegría. El sol se ocultó tras las nubes y nos dejó con los anhelos mustios y las migajas de las provisiones. 
Estábamos solos en el campo. Después de estar echados en la falda de la loma un rato sin hablar, vi un hombre que se acercaba por el lado lejano del terreno. Lo observé desganado mientras mascaba una de esas cañas verdes que las muchachas cogen para adivinar la suerte. Subía la loma lentamente. Caminaba con una mano en la cadera y con la otra agarraba un bastón con el que golpeaba la yerba con suavidad. 
Se veía chambón en su traje verdinegro y llevaba un sombrero de copa alta de esos que se llaman jerry. Debía de ser viejo, porque su bigote era cenizo. Cuando pasó junto a nuestros pies nos echó una mirada rápida y siguió su camino. Lo seguimos con la vista y vimos que no había caminado cincuenta pasos cuando se viró y volvió sobre sus pasos. Caminaba hacia nosotros muy despacio, golpeando siempre el suelo con su bastón y lo hacía con tanta lentitud que pensé que buscaba algo en la yerba. 
Se detuvo cuando llegó al nivel nuestro y nos dio los buenos días. Correspondimos y se sentó junto a nosotros en la cuesta, lentamente y con mucho cuidado. Empezó hablando del tiempo, diciendo que iba a hacer un verano caluroso, pero añadió que las estaciones habían cambiado mucho desde su niñez -hace mucho tiempo. Habló de que la época más feliz es, indudablemente, la de los días escolares y dijo que daría cualquier cosa por ser joven otra vez. Mientras expresaba semejantes ideas, bastante aburridas, nos quedamos callados. Luego empezó a hablar de la escuela y de libros. Nos preguntó si habíamos leídos los versos de Thomas Moore o las obras de Sir Walter Scott y de Lord Lytton. Yo aparenté haber leído todos esos libros de los que él hablaba, por lo que finalmente me dijo: -Ajá, ya veo que eres ratón de biblioteca, como yo. Ahora -añadió, apuntando para Mahony, que nos miraba con los ojos abiertos-, que éste se ve que es diferente: lo que le gusta es jugar. 
Dijo que tenía todos los libros de Sir Walter Scott y de Lord Lytton en su casa y nunca se aburría de leerlos. 
-Por supuesto -dijo-, que hay algunas obras de Lord Lytton que un menor no puede leer. 
Mahony le preguntó que por qué no las podían leer, pregunta que me sobresaltó y abochornó porque temí que el hombre iba a creer que yo era tan tonto como Mahony. El hombre, sin embargo, se sonrió. Vi que tenía en su boca grandes huecos entre los dientes amarillos. Entonces nos preguntó que quién de los dos tenía más novias. Mahony dijo a la ligera que tenía tres chiquitas. El hombre me preguntó cuántas tenía yo. Le respondí que ninguna. No quiso creerme y me dijo que estaba seguro que debía de tener por lo menos una. Me quedé callado. 
-Dígame -dijo Mahoney, parejero, al hombre- ¿y cuántas tiene usted? 
El hombre sonrió como antes y dijo que cuando él era de nuestra edad tenía novias a montones. 
-Todos los muchachos -dijo- tienen noviecitas. 
Su actitud sobre este particular me pareció extrañamente liberal para una persona mayor. Para mí que lo que decía de los muchachos y de las novias era razonable. Pero me disgustó oírlo de sus labios y me pregunté por qué le darían tembleques una o dos veces, como si temiera algo o como si de pronto tuviera escalofrío. Mientras hablaba me di cuenta de que tenía un buen acento. Empezó a hablarnos de las muchachas, de lo suave que tenían el pelo y las manos y de cómo no todas eran tan buenas como parecían, si uno no sabía a qué atenerse. Nada le gustaba tanto, dijo, como mirar a una muchacha bonita, con sus suaves manos blancas y su lindo pelo sedoso. Me dio la impresión de que estaba repitiendo algo que se había aprendido de memoria o de que, atraída por las palabras que decía, su mente daba vueltas una y otra vez en una misma órbita. A veces hablaba como si hiciera alusión a hechos que todos conocían, otras bajaba la voz y hablaba misteriosamente, como si nos estuviera contando un secreto que no quería que nadie más oyera. Repetía sus frases una y otra vez, variándolas y dándoles vueltas con su voz monótona. Seguí mirando hacia el bajío mientras lo escuchaba. 
Después de un largo rato hizo una pausa en su monólogo. Se puso en pie lentamente, diciendo que tenía que dejarnos por uno o dos minutos más o menos, y, sin cambiar yo la di-rección de mi mirada, lo vi alejarse lentamente camino del extremo más próximo del terreno. Nos quedamos callados cuando se fue. Después de unos minutos de silencio oí a Mahony exclamar: 
-¡Mira para eso! ¡Mira lo que está haciendo ahora! Como ni miré ni levanté la vista, Mahony exclamó de nuevo: 
-¡Pero mira para eso!... ¡Qué viejo más estrambótico! -En caso de que nos pregunte el nombre -dije-, tú te llamas Murphy y yo me llamo Smith. 
No dijimos más. Estaba aún considerando si irme o quedarme cuando el hombre regresó y otra vez se sentó al lado nuestro. Apenas se había sentado cuando Mahony, viendo de nuevo el gato que se le había escapado antes, se levantó de un salto y lo persiguió a campo traviesa. El hombre y yo presenciamos la cacería. El gato se escapó de nuevo y Mahony em-pezó a tirarle piedras a la cerca por la que subió. Desistiendo, empezó a vagar por el fondo del terreno, errático. 
Después de un intervalo el hombre me habló. Me dijo que mi amigo era un travieso y me preguntó si no le daban una buena en la escuela. Estuve a punto de decirle que no éramos alumnos de la escuela pública para que nos dieran una buena, como decía él; pero me quedé callado. Empezó a hablar sobre la manera de castigar a los muchachos. Su mente, como imantada de nuevo por lo que decía, pareció dar vueltas y más vueltas lentas alrededor de su nuevo eje. Dijo que cuando los muchachos eran así había que darles una buena y darles duro. Cuando un muchacho salía travieso y malo no había nada que le hiciera tanto bien como una buena paliza. Un manotazo o un tirón de orejas no bastaba: lo que estaba pidiendo era una buena paliza en caliente. Me sorprendió su ánimo, por lo que involuntariamente eché un vistazo a su cara. Al hacerlo, encontré su mirada: un par de ojos color verde botella que me miraban debajo de una frente fruncida. De nuevo desvié la vista. 
El hombre siguió con su monólogo. Parecía haber olvidado su liberalismo de hace poco. Dijo que si él encontraba a un muchacho hablando con una muchacha o teniendo novia lo azotaría y lo azotaría: y que eso le enseñaría a no andar hablando con muchachas. Y si un muchacho tenía novia y decía mentiras, le daba una paliza como nunca le habían dado a nadie en este mundo. Dijo que no había nada en el mundo que le agradara más. Me describió cómo le daría una paliza a semejante mocoso como si estuviera revelando un misterio barroco. Esto le gustaba a él, dijo, más que nada en el mundo; y su voz, mientras me guiaba monótona a través del misterio, se hizo afectuosa, como si me rogara que lo comprendiera. 
Esperé a que hiciera otra pausa en su monólogo. Entonces me puse en pie de repente. Por miedo a traicionar mi agitación me demoré un momento, aparentando que me arreglaba un zapato y luego, diciendo que me tenía que ir, le di los buenos días. Subí la cuesta en calma pero mi corazón latía rápido del miedo a que me agarrara por un tobillo. Cuando llegué a la cima me volví y, sin mirarlo, grité a campo traviesa: 
-¡Murphy! 
Había un forzado dejo de bravuconería en mi voz y me abochorné de treta tan burda. Tuve que gritar de nuevo antes de que Mahony me viera y respondiera con otro grito. ¡Cómo latió mi corazón mientras él corría hacia mí a campo traviesa! Corría como si viniera en mi ayuda. Y me sentí un penitente arrepentido: porque dentro de mí había sentido por él siempre un poco de desprecio. 

Libro Completo: 
Dublineses (1914) 

http://pdf2012.blogspot.com.ar/2011/12/dublineses-james-joycepdf.html



Individualismo Y la carta - Oscar Wilde

Individualismo - Oscar Wilde


(DublínIrlanda,3 entonces perteneciente al Reino Unido,1 16 de octubre de1854-ParísFrancia30 de noviembre de 1900) fue un escritorpoeta y dramaturgo irlandés.

Adviértase también que el individualismo no se acerca al hombre con ningún fastidioso sermón sobre el deber, que no significa otra cosa que el hacer lo que los otros quieren simplemente porque tal es su voluntad; en ningún otro sermón igualmente enojoso sobre el sacrificio y la renuncia de si mismo, que no es otra cosa que una supervivencia de la mutilación de salvajes. A decir verdad, no se acerca del individuo con exigencia alguna, si no espontáneamente y como una cosa tan natural como inevitable. El individualismo es el punto hacia el cual tiende toda la evolución. Es la diferenciación a la que aspira todo organismo. Es la perfección a la que aspira todo organismo. Es la perfección inherente a toda firma de vida, y hacia la cual propende toda forma de vida. Así, el individualismo no ejerce ninguna presión sobre el hombre. Por el contrario, enseña al hombre que no debe tolerar la mínima presión. No se empeña en hacer buena a la gente. Pues sabe de sobra que los hombres abandonados a si mismos son siempre buenos. El hombre será el que conceda forma al individualismo. Y , realmente, ya puso manos a la obra. Inquirir si el individualismo es practico, es como inquirir si la evolución es practica. La evolución es la luz de la vida, y no hay más evolución que la que se dirige al individualismo. Donde no se manifiesta esta tendencia es que el proceso de desenvolvimiento ha sufrido una paralización artificial o está a punto de enfermar y morir. 
El individualismo será también altruista y sin ninguna afectación. Se dijo que una de las consecuencias de la extraordinaria tiranía de la autoridad, es que las palabras quedan completamente descarriadas de su primitivo y genuino significado y aplicadas a la expresión, precisamente, de lo contrario. Y lo que es cierto en relación con el arte, lo es también en relación con la vida. Actualmente, recalifica a un individuo por la sencilla razón de vestirse a su guisa. Como si, al hacerlo así no procediese con toda naturalidad. La afectación, a este respecto, consistirá precisamente en vestirse de acuerdo con las ideas de prójimo, ideas que, por ser de la mayoría, serian con seguridad absurdas. Igualmente llamase egoísta al individuo que vive del modo que se le antoja más adecuado para la realización de su propia personalidad, pensando que el fin primordial de la existencia es el desenvolvimiento de su Yo. Pero este es, precisamente, el modo en que todo el mundo debería vivir. El egoísmo no consiste vivir, como uno supone que debe vivir, si no en exigir a los demás que vivan como uno. Y el altruismo está en permitir a los demás que vivan como se les antoje, sin inmiscuirse para nada en sus vidas. El egoísmo propende siempre a crear a su alrededor una absoluta uniformidad de tipo. El altruismo reconoce, en cambio, la infinita variedad de tipos como algo excelente, la acepta, la aprueba y goza de ella. No es egoísta al pensar por si mismo. El hombre que no lo hace así, puede tenerse por seguro que no piensa en absoluto. Es de un grosero egoísmo pretender que el prójimo pienso como uno y tenga las mismas ideas. ¿Porqué iba hacerlo así? Si es capaz de pensar, indudablemente pensará por cuenta propia. Si no es capaz, seria atroz exigirle el mínimo pensamiento. Una rosa roja no es egoísta porquerer ser una rosa roja. 
Como sería terriblemente egoísta, empeñándose en que todas las otras flores del jardín fueran, a la vez rosas y rojas. Bajo el individualismo, los hombres serán completamente naturales y tontamente altruistas y conocerán el real significado de las palabras, y lo llevaran a cabo en sus vidas libres y hermosas. 
Por otra parte, tampoco serán los hombres tan egotistas como hoy. Pues el egotista es que el que pretende imponerse a los demás, y al individualista no se le ocurría siquiera semejante deseo. No le causaría la menor satisfacción. Pues cuando el hombre haya llegado al individualismo, habrá llegado también al amor del prójimo, y practicara libre y espontáneamente este amor. Hasta ahora, el hombre apenas si cultivado e amor al prójimo. Ni la simpatía. Simpatiza únicamente con el dolor; pero esta forma de simpatía no es, sin duda, la forma más acendrada de la simpatía por el sufrimiento es la forma menos hermosa. 
Impregnada de egotismo, hallase casi al borde de lo morboso. Existe en ella un cierto elemento de temor por la propia seguridad. Tememos poder llegar a ser como el leproso o como el ciego, y que nadie cuidase entonces de nuestra miseria. Además de esto, dicha forma de simpatía es singularmente restrictiva. 
Y habría que simpatizar con la plenitud de la vida y no con sus restricciones y dolencias únicamente, sino con la alegría, y la belleza, y la fuerza, y la salud, y la libertad de la vida. Indudablemente que la mas amplia simpatía es también la mas difícil. Exige un mayor altruismo. Todo el mundo puede simpatizar con los sufrimientos de un amigo más, para simpatizar con los éxitos de ese amigo, hace falta, en verdad, una naturaleza de excepción, la naturaleza—en suma—de verdadero individualista.


III .Wilde 

Tres semanas después de nuestra entrevista, decidí dirigirme a Erskine para instarle vigorosamente a que hiciera justicia a la memoria de Cyril Graham, dando al mundo su maravillosa interpretación de los sonetos, la única interpretación que explica completamente el problema. No conservo copia de mi carta ,lamento decirlo ,ni he podido recobrar el original ;pero recuerdo que analizaba yo toda la cuestión y llene paginas y paginas con apasionada repetición de los argumentos y las pruebas que mi estudio me había sugerido. Me parecía, no solo devolver a Graham el lugar que le correspondía en la historia literaria, sino rescatar el honor de Shakespeare, libertándolo de las suposiciones enojosas de una intriga vulgar. Puse en mi carta todo mi entusiasmo. Puse toda mi Fe. 
Apenas la eché al correo, sobrevino una reacción curiosa en mi. Me parecía desprendido de la capacidad de creer en la hipótesis de Willie Hughes, me parecía que algo se había ido de mí y que el asunto me era del todo indiferente. ¿Que había sucedido? Difícil es decirlo. Acaso al encontrar la expresión perfecta de la pasión que me animaba, había yo agotado la pasión misma. Las fuerzas de la emoción, como las fuerzas de la vida física, tienen limitaciones positivas. Acaso el mero esfuerzo por convertir a otro de la creencia en una teoría implica alguna especie de renunciamiento al poder de creer. Acaso solo estaba yo cansado del asunto y, consumido por mi entusiasmo ,mi razón se quedo entregada a su propio análisis , desapasionado. De todos modos ,así fué , y no pretendo llegar a explicarlo : de repente, Willie Hughes víno a ser para mí simple mito, ensueño inútil, fantasía de un joven que, como tantos espíritus ardientes, tenia mas deseo de convencer a otros que de convencerse a si mismo. 
Como yo había dicho cosas muy injustas y amargas a Eeskine en mi carta, decidí irle a ver y presentarle mis excusas por mi conducta. Así, a la mañana siguiente, me dirigi a Bircage Walk, y encontré a Erkine sentado en la biblioteca, con el falsificado retrato de Willie Hughes enfrente de sí. 
!Mi querido Erskine! -exclamé --. He venido a pedirle mil perdones 
¿A pedirme perdones a mi? dijo .¿porque? 
Por mi carta -- respondí. 
--Nada hay que censurar en su carta--dijo--. Al contrario ,me ha hecho usted el mayor servicio que estaba en su mano hacerme. Me ha demostrado usted que la teoría de Cyril Graham es exacta. 
--¿ No pretenderá usted decirme que cree en Willie Hughes?--exclamé. 
--¿Por que no?--repuso--.Usted me ha demostrado la verdad de la teoría. ¿Me cree usted incapaz de apreciar el valor de la prueba? 
--Pero si no hay prueba...--murmuré, dejándome caer sobre una silla--.Cuando le escribí a usted la carta estaba yo bajo la influencia de un entusiasmo absolutamente tonto. Me había conmovido la historia de la muerte de Cyril Graham, me había fascinado su teoría romántica, me había embrujado la maravilla y la novedad de la idea. Ahora veo que la teoría se funda en una ilusión. La única prueba existencia de Willie Hughes es el cuadro que tiene usted enfrente, y el cuadro es una falsificación. No se deje usted arrastrar por el sentimiento en este asunto. Diga lo que diga la imaginación sobre la teoría de Willie Hughes, la razón está francamente en contra. 
--No le entiendo a usted--dijo Erskine, mirándome con asombro--. !cómo! Usted mismo es quien me ha convencido, con su carta, de que Willie Hughes es una absoluta realidad .¿por qué ha cambiado usted de opinión? ¿ o lo que me está diciendo es mera chanza? 
-- No puedo explicárselo--repuse,-- pero ahora veo que no hay nada que decir en favor de la teoría de Cyril Graham. Los sonetos están dedicados a lord Pembroke. 
Por favor, no pierda su tiempo en el pueril empeño de descubrir a un joven actor isabelino que nunca existió y en hacer de un títere fantástico el centro del admirable ciclo de los sonetos de Shakespeare. 
--Veo, pues,que no comprende usted la teoría--replicó. 
Mi querido Erskine--exclame--, !que no la comprendo! Pues si me parece haberla inventado... Seguramente mi carta demuestra que no sólo he analizado toda la cuestión, sino que contribuido a su dilucidación con pruebas de toda especie. El único punto vulnerable de la teoría es que presupone la existencia de la persona cuya existencia es precisamente la cuestión que se discute. Si concedemos que hubo en la compañía de Skaespeare un joven actor que se llamo Willie Hughes, difícil no es declararlo inspirador de los sonetos. Pero como sabemos que no hubo ningún actor de su nombre en la compañía del Teatro Globo , es ocioso proseguir en la investigación. 
--Pero eso es precisamente lo que no sabemos--Dijo Erskine--. Es verdad que el hombre no aparece en la lista publicada en el primer folio; pero, como indicó Cyril, eso arguye mas bien a favor que en contra de la existencia de Willie Hughes, si recordamos que abandono traidoramente a Shakespeare para unirse a un dramaturgo rival. 
Discutimos el asunto horas y horas, pero nada de lo que dije hizo a Erskine abandonar su fe en la teoría de Cyril Gram. Me aseguro que pensaba dedicar su vida a probar la teoría, y que estaba decidido a hacer justicia, a la memoria de Cyril Gram.. Le supliqué, me burlé de él, le rogué, pero todo inútil. Por fin nos separamos, si no precisamente irritados, sí como si una sombra, hubiera caído entre los dos. El me creía superficial, yo lo creía pueril. 
Cuando volví a tratar de verlo, su criado me dijo que había partido para Alemania. 


Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde3 (Dublín, Irlanda,3 entonces perteneciente al Reino Unido,1 16 de octubre de 1854 - París, Francia, 30 de noviembre de 1900) fue un escritor, poeta y dramaturgo irlandés.

Die Gedanken Sind Frei--Los pensamientos son libres



Los pensamientos son libres 
¿quién puede adivinarlos? 
Se pasan volando 
como sombras nocturnas. 
Ningún hombre puede saberlos, 
ningún cazador puede dispararlos 
con pólvora y plomo: 
Los pensamientos son libres! 

Pienso, lo que quiero, 
y eso me hace feliz, 
y todo en silencio’ 
así como se me ocurra. 
Mis deseos y necesidades, 
nadie puede negarlos, 
lo que queda así: 
Los pensamientos son libres! 

Y aunque me encierren, 
en el calabozo más oscuro, 
todo eso 
es inútil. 
Que mis pensamientos, 
echan abajo las barreras 
y murallas (en pedazos): 
Los pensamientos son libres! 
- - 
Por eso quiero dejar 
, para siempre las preocupaciones, 
y jamás quiero ajetrearme 
con los grillos mortificantes. 
Uno ya puede dentro de su corazón, 
reír y bromear 
mientras piensa: 
Los pensamientos son libres! 
- - 
Amo al vino 
y sobre todo a mi chica, 
ella es la 
que más me gusta. 
No estoy solo, 
tomando mi copa de vino 
mi chica conmigo: 
Los pensamientos son libres!

Confesiones de una mujer By Guy de Maupassant


Guy de Maupassan
 5 de agosto de 1850-París, 6 de julio de 1893) fue un escritor francés, autor principalmente de cuentos, aunque escribió seis novelas. Para el historiador del terror Rafael Llopis, Maupassant, perdido en la segunda mitad del siglo XIX, se encuentra muy lejano ya del furor del Romanticismo, es «una figura singular, casual y solitaria


Confesiones de una mujer 


Amigo mío, me ha pedido usted que le cuente los recuerdos más vivos de mi existencia. Soy muy vieja, sin parientes, sin hijos; puedo, pues, libremente confesarme con usted. Prométame sólo que jamás desvelará mi nombre. 
He sido muy amada, usted lo sabe; y a menudo amé yo también. Era muy hermosa; puedo decirlo hoy, cuando ya nada queda. El amor era para mí la vida del alma, como el aire es la vida del cuerpo. Hubiera preferido morir a existir sin ternura, sin un pensamiento siempre clavado en mí. Las mujeres pretenden con frecuencia no amar sino una sola vez con todo el poder de su corazón; con frecuencia me ocurrió que amaba tan violentamente que me parecía imposible que aquellos transportes finalizasen. Y sin embargo se extinguían siempre de una forma natural, como un fuego falto de leña. 
Le contaré hoy la primera de mis aventuras, en la que yo fui muy inocente, aunque determinó las otras. 
La horrible venganza de ese espantoso farmacéutico de Le Pecq me ha recordado el terrible drama al cual asistí muy a mi pesar. 
Estaba casada desde hacía un año, con un hombre rico, el conde Hervé de Ker..., un bretón de vieja cepa al cual, por supuesto, no amaba. El amor, el verdadero, necesita, o por lo menos así lo creo, libertad y obstáculos al mismo tiempo. El amor impuesto, sancionado por la ley, bendecido por el sacerdote, ¿es amor? Un beso legal nunca vale lo que un beso robado. 
Mi marido era de elevada estatura, elegante y todo un gran señor de aspecto. Pero carecía de inteligencia. Hablaba de un modo terminante, emitía opiniones cortantes como cuchillos. Se le notaba una mente llena de ideas preconcebidas, infundidas en él por sus padres que a su vez las habían recibido de sus antepasados. No vacilaba jamás, daba sobre todo una opinión inmediata y limitada, sin el menor embarazo y sin comprender que pudieran existir otros modos de ver. Se notaba que aquella cabeza estaba cerrada, que por ella no circulaban ideas, esas ideas que renuevan y sanean un espíritu como el viento que atraviesa una casa cuyas puertas y ventanas se abren. 
El castillo donde vivíamos se encontraba en plena región desierta. Era un gran edificio triste, enmarcado por árboles enormes cuyo musgo hacía pensar en las blancas barbas de los ancianos. El parque, un verdadero bosque, estaba rodeado por un profundo foso de esos que llaman salto de lobo; y al final, del lado del páramo, teníamos dos grandes estanques llenos de cañas y de hierbas flotantes. Entre los dos, a orillas de un arroyo que los unía, mi marido había mandado construir una pequeña choza para tirar sobre los patos salvajes. 
Teníamos, amén de nuestros criados normales, un guarda, una especie de bruto adicto a mi marido hasta la muerte, y una doncella, casi una amiga, locamente ligada a mí. Yo la había traído de España cinco años antes. Era una niña abandonada. Se la hubiera tomado por una gitana a causa de su tez morena, de sus ojos oscuros, de sus cabellos profundos como un bosque y siempre encrespados en torno a la frente. Contaba entonces dieciséis años, pero aparentaba veinte. 
Comenzaba el otoño. Cazábamos mucho, unas veces en las propiedades de los vecinos, otras en la nuestra; y yo me fijé en un joven, el barón de C..., cuyas visitas al castillo se volvían singularmente frecuentes. Después dejó de venir, y no pensé más en él; pero me di cuenta de que mi marido cambiaba de actitud conmigo. 
Parecía taciturno, preocupado, ya no me abrazaba; y aunque casi no entraba en mi dormitorio, que yo había exigido separado del suyo con el fin de vivir un poco sola, a menudo oía, de noche, unos pasos furtivos que llegaban hasta mi puerta y se alejaban tras unos minutos. 
Como mi ventana estaba en la planta baja, a menudo creí también oír merodeos en la sombra, en torno al castillo. Se lo dije a mi marido, que me miró fijamente durante unos segundos y después respondió: 
-No es nada, es el guarda. 
Ahora bien, una noche, cuando acabábamos de cenar, Hervé, que parecía muy alegre, contra su costumbre, con una alegría socarrona, me preguntó: 
-¿Le gustaría a usted pasar tres horas al acecho para matar un zorro que viene por las noches a comerse mis gallinas? 
Me quedé sorprendida; vacilaba; pero como él me examinaba con singular obstinación, acabé respondiendo: 
-Claro que sí, amigo mío. 
Tengo que decirle que yo cazaba como un hombre lobos y jabalíes. Conque era muy natural que me propusiera aquel acecho. 
Pero mi marido de repente adoptó un aire extrañamente nervioso; y durante toda la velada estuvo agitado, levantándose y volviéndose a sentar febrilmente. 
Hacía las diez me dijo de pronto: 
-¿Está usted preparada? 
Me levanté. Y cuando él me trajo mi escopeta, pregunté: 
-¿Hay que cargar con bala o con posta? 
Pareció sorprendido, y después prosiguió: 
-¡Oh!, sólo con posta, bastará, puede estar segura. 
Después, tras unos segundos, agregó con singular tono: 
-¡Puede usted alabarse de su sangre fría! 
Me eché a reír: 
-¿Yo? ¿Por qué? ¡Sangre fría para ir a matar un zorro! Pero, ¡qué ideas tiene usted, amigo mío! 
Y henos aquí en marcha, sin hacer ruido, a través del parque. Toda la casa dormía. La luna llena parecía teñir de amarillo el viejo edificio oscuro cuyo tejado de pizarra relucía. Las dos torrecillas que lo flanqueaban ostentaban en su cima dos placas de luz, y ningún ruido turbaba el silencio de aquella noche clara y triste, dulce y pesada, que parecía muerta. Ni el menor soplo de aire, ni un grito de un sapo, ni un gemido de lechuza; un lúgubre entorpecimiento se había abatido sobre todo. 
Cuando estuvimos bajo los árboles del parque me asaltó su frescura, y un olor a hojas caídas. Mi marido no decía nada, pero escuchaba, espiaba, parecía olfatear en las sombras, poseído de pies a cabeza por la pasión de la caza. 
Pronto llegamos al borde de los estanques. 
Su cabellera de juncos permanecía inmóvil, ningún soplo la acariciaba; pero por el agua corrían movimientos apenas sensibles. A veces un punto se agitaba en la superficie, y de allí partían leves círculos, semejantes a arrugas luminosas, que se agrandaban sin fin. 
Cuando llegamos a la choza donde debíamos emboscarnos, mi marido me dejó pasar delante, después armó lentamente su escopeta y el chasquido seco de las piezas me produjo un extraño efecto. Me sintió temblar y me preguntó: 
-¿Es, acaso, que ya le basta a usted con esta prueba? Pues márchese. 
Respondí, muy sorprendida: 
-Nada de eso, no he venido para regresar. ¿Está usted de broma esta noche? 
Murmuró: 
-Como usted quiera. 
Y permanecimos inmóviles. 
Al cabo de una media hora, como nada turbaba la pesada y clara tranquilidad de aquella noche de otoño, dije, en voz baja: 
-¿Está usted seguro de que pasa por aquí? 
Hervé tuvo una sacudida, como si lo hubiera mordido, y, con la boca pegada a mi oído: 
-Estoy seguro, escuche. 
Y volvió a reinar el silencio. 
Creo que empezaba a amodorrarse cuando mi marido me apretó el brazo; y su voz silbante, cambiada, pronunció: 
-¿No le ve usted, allá abajo, entre los árboles? 
Por mucho que miraba, yo no distinguía nada. Y lentamente Hervé apuntó, mientras me miraba fijamente a los ojos. Yo misma estaba preparada para disparar, cuando de pronto, a treinta pasos de nosotros, apareció a plena luz un hombre que avanzaba a pasos rápidos, con el cuerpo inclinado, como si viniera huyendo. 
Me quedé tan estupefacta que lancé un violento grito; pero antes de que pudiera volverme, ante mis ojos pasó una llama, una detonación me aturdió, y vi al hombre rodar por el suelo como un lobo que recibe una bala. 
Lancé agudos clamores, espantada, asaltada por la locura; y entonces una mano furiosa, la de Hervé, me asió por la garganta. Fui derribada, y después alzada en sus robustos brazos. Corrió, llevándome en vilo, hacia el cuerpo tendido sobre la hierba, y me arrojó sobre él, violentamente, como si hubiera querido romperme la cabeza. 
Me sentí perdida; iba a matarme; y ya alzaba sobre mi frente su tacón, cuando a su vez fue sujetado y derribado, sin que yo hubiese entendido aún lo que estaba ocurriendo. 
Me alcé bruscamente y vi, de rodillas sobre él, a Paquita, mi criada, que, aferrada a él como un gato furioso, crispada, enloquecida, le arrancaba la barba, el bigote y la piel del rostro. 
Después, como asaltada bruscamente por otra idea, se levantó y, arrojándose sobre el cadáver, lo estrechó entre sus brazos, besándolo en los ojos, en la boca, abriendo con sus labios los labios muertos, buscando en ellos un hálito, y la profunda caricia de los amantes. 
Mi marido, en pie, la miraba. Comprendió y, cayendo a mis pies: 
-¡Oh! perdón, querida mía; sospeché de ti y he matado al amante de esta muchacha; mi guarda me ha engañado. 
Yo, por mi parte, miraba los extraños besos de aquel muerto y aquella viviente; y los sollozos de ella, y sus sobresaltos de amor desesperado. 
Y en ese momento comprendí que le sería infiel a mi marido