domingo, 5 de julio de 2015

Secreto Caracol Por Froilán Escobar


Froilán Escobar González es un escritor, periodista, investigador cubano costarricense nacido en San Antonio de los Baños en 1944. Es Licenciado en Periodismo y Máster en Comunicación Política. Desde 1992, reside en Costa Rica dedicado a la docencia universitaria en la Universidad Federada de Costa Rica Colegio Universitario San Judas Tadeo, donde se desempeña como decano en la carrera de periodismo. 

Froilán Escobar pertenece al grupo de escritores que surgió con la publicación cultural El Caimán Barbudo. Además, formó parte de los poetas que surgieron del Curso Délfico de José Lezama Lima. 

Ha publicado más de diez libros en los cuales ha buscado reivindicar las voces marginadas que, hasta su llegada, habían permanecido sumidas en el silencio. Ha desarrollado, además, una obra narrativa que logra una relevancia trascendental en el plano lingüístico, el cual no se asume como "una estrategia de composición", sino que más bien se vuelve en el principio jerárquico que organiza todo el mundo expresivo. 

Libros del malabarista 

Froilán Escobar 

Secreto Caracol 

Indice 
1.Carta a los chicos 
2. La silla del pájaro carpintero 
3.El majá y los pájaros del monte 
4.Pelícano 
5.El mosquito preguntón 
6.El grillo que se enfermó de silencio 
7.La codorniz no aprendió a volar 
8.La hormiga león 
9.El sol de domingo 



1 Carta a los chicos 

Cuando yo era niño tenía en el patio de mi casa una mata de canistel coposa como un sombrero. 
Una mata que en mayo o junio se llenaba de unos frutos verdes y lustrosos que llegaban a ser amarillos como yema de huevo. Yo disfrutaba con verlos, pues me parecía que la mata alumbraba como una lámpara. A la gente, sin embargo, no le gustaban. Decían que eran más color que sabor, y que para colmo, al comerse, se pegaban en el cielo de la boca. 
Yo veía que no la veían, que una mata de canistel para ellos era algo que no valía la pena. Decían, incluso, que debíamos cortarla y sembrar otra más útil en su lugar, que echara menos hojas y diera tanta sombra. No entendían que mi padre, siendo carpintero, se empeñara en conservarla, cuando ni para madera servia. Por suerte mi padre no les hacia ningún caso. Él sabía que aquella mata era mi tesoro mayor. Aunque él tampoco entendía porque era tan importante para mi. Me veía a veces sembrando un jardín bajo la mata, y seguía de largo. Pensaba que eran cosas de muchacho. Un juego de alguien que no sabía que a la sombra no se daba nada. Pero no, se equivocaba. Ahí estaba mi secreto. Él lo supo aquella vez que, estando al pie de su tronco, yo lo invité a viajar. Se quedo mirándome extraño, como si no entendiera. ¿Viajar adónde?, me preguntó. 
Yo, sonriendo, le señalé con el dedo hacia arriba. Entonces sí que comprendió menos. Fue un momento difícil. Hasta sacudió la cabeza y todo. Pensó que era una burla. Tuve que explicarle muy apurado que lo invitaba a subir a la mata de canistel. Hizo un silencio; y después se rió muchísimo. 
Le pareció muy buena la ocurrencia de que subir a una mata ´´ yo lo considerara ´´viajar´´, porque pensándolo bien-- -- me dijo --, en verdad lo era. Para complacerme, se encaramó conmigo, sin darle mayor importancia al hecho. Trepamos a lo más alto, y al llegar al cogollito miró a distancia y me miró con un asombro que nunca más he vuelto a ver. Había descubierto el secreto que me acompañaba. Ahora sus ojos lo sabían. 
No era mentira. Desde allá arriba se veía el mundo. 
A partir de ese día también descubrió por qué bajo la mata de canistel, cuando se llenaba de frutos amarillos, se podía sembrar un jardín en su sombra. 
Espero que ustedes se acerquen a estos cuentos de igual manera. 

2 La silla del pájaro carpintero 

Para empezar hay que decir que la silla antes de ser silla, fue árbol crecido en el monte y luego sueño en las manos de un pájaro carpintero. 
Recorrió un largo camino entre lluvias, flores y semillas antes de que el pájaro carpintero soñara con hacerla. Y no porque fuera carpintero ni porque supiera lo que era una silla, sino porque estaba cansado de tener que sentarse siempre al borde del nido. 
Ahí surgió la primera dificultad: no tenía herramientas para hacerla. Ni herramientas ni cola para pegarla, ni clavos, ni nada. 
La dificultad era tan grande que cualquiera hubiera dejado de soñar con hacer una silla. Cualquiera menos el pájaro carpintero, porque algo que se ha soñado mucho no se abandona fácilmente. Al pájaro carpintero se le ocurrió que podía tallarla en un árbol, en el tronco de un árbol. 
A partir de entonces, los animales, que lo miraban soñar, empezaron a reírse. 
Está loco –decían- . Para tallarla también se necesitan herramientas. 
Él pájaro carpintero se aferró más a su sueño. Si su poco le servía para taladrar los árboles en busca de alimentos, su pico y su lengua de serrucho tenían que servirle para este trabajo. 
Los animales se volvieron a reír muchísimo. ¿Como un pájaro carpintero iba hacer una silla si haber visto nunca una silla? 
Esta era otra gran dificultad. 
La más grande de todas, porque nadir en el mundo sabía como era una silla y mucho menos para que servia. 
Pero el pájaro carpintero había soñado muchas veces con su sueño. Para él era algo tan real, tan palpable, que a pesar de no verse ocupaba un sitio en su nido. 
No necesito ningún modelo—dijo-. Yo sé bien cómo es mi silla- 
Llovió a cántaros la risa. Esta vez los animales se rieron tanto, que uno de ellos se quedo cojo de reírse. 
El pájaro carpintero no les hizo el menor caso. Como si soñara una vez más, se fue a buscar el árbol para su silla. Un palo de mérito en el monte. Una majagua* azul. 
La derribó a pico limpio y comenzó a carpintear su preciosa madera. 
Así estuvo mucho tiempo. Dio tantos picotazos que casi se quedo sin pico y sin su lengua de serrucho. 
Los animales aún se reían y escandalizaban a más no poder, mientras al pájaro carpintero lo iba tapando una montaña de virutas. 
Pero cuando quitó aquel velo de aserrín de un golpe, se hizo un profundo silencio. Allí estaba. No era mentira. Allí estaba la silla con que el pájaro carpintero había amueblado sus sueños. 
Y ahora, para asombro mayor, se sentaba. Los llamaba a todos a sentarse, como si repartiera por primera vez una felicidad desconocida. 


3 El majá y los pájaros del monte 

Allá lejos, entre los muchos arbolitos y arbolotes del monte, vive el majá*. 
Los animales dicen que el majá no tiene amigos porque se arrastra y le saca la lengua a todo el mundo. Y eso no está bien. 
Cuando el majá los oye se pone furioso y dice que no y que no, que el majá nunca le ha hecho nada malo a nadie. 
Je, y en ese momento llegan las cotorras, como siempre, hablando mucho, y le gran mentiroso en su propia cara. 
Y las lechuzas, que andan despiertas toda la noche y han visto al majá a deshora, también repiten lo mismo. 
Se arma un gran revolico. Una pelea grande. 
El majá trepa corriendo una rama y sigue diciendo que no y que no, que el majá no es malo, que el majá es un buen majá, que el majá no ha hecho nada malo a nadie. 
Pero lo cierto es que los pájaros no se lo creen, y salen volando. 



4 Pelícano 

Yo lo quise mucho. Yo nunca lo he dejado de querer. 
Todavía me parece verlo volar bajito por encima de la cooperativa de pescadores, planear por los aires o clavarse en el mar una y otra vez, como si, en lugar de pescar, bordara la espuma de las olas. 
Así es como yo lo recuerdo. Y no es porque fuera distinto. Era igual que los otros: un bicho con plumas que volaba, que le gustaba jugar con el viento. Aunque había algo más, algo que mucha gente no sabía: Pelícano era un ave migratoria, un pájaro de mucho vuelo, de esos que vienen y van, tocando el techo del mundo con sus alas. 
Lo lindo del caso es que era un ave migratoria que no quería salir de Manzanillo. Desde su llegada a este pueblo nunca había ido más allá del tranquilo horizonte del golfo de Guacanayabo. 
Cuando le hablaban de invierno o de emigrar, de ir a poner el huevo en otro sitio, cogía un aspecto pálido y enfermizo. 
No quería ser un ave de paso. 
No quería ser de otra parte. O como sucede con la mayoría de las aves de paso, que no son de ninguna parte. 
A Pelicano le gustaba el orgullo de los árboles, que lanzan más alto su copa cuanto más afincan las raíces en el suelo. 
Y él era de aquí, de Manzanillo. 
Estaba pegado a sus casas y a sus pescadores, como el azul al cielo de la Isla. 
--Pelícano vino para quedarse—decían los viejos. 
Es la pura verdad: vino para quedarse, aunque no se sabía de dónde había tenido familia. ¡Se hacía tan difícil preguntarle! 
Al parecer, cuando era muchacho y volaba, cuando iba con sus padres huyéndole al invierno, se les soltó de las manos y nunca se volvieron a encontrar. 
Fue un golpe terrible el que le dio la vida. Pelicano tuvo que hacerse hombre en el aire. Y de tanto volar y volar, perdido sobre aquella blanca soledad de la nieve, se volvió un ave silenciosa y solitaria, y hasta llego a olvidar lo que tenia que hacer para posarse. 
Seguramente anduvo así mucho tiempo, golpeado por la ventisca y el frío. Los vientos y las corrientes marinas fueron los que lo arrastraron a este pueblo. 
Llegó hecho un montoncito de plumas, y la gente, al ver que temblaba, le dio calor y comida. 
Eso sí: tan pronto estuvo bien, le soltaron, lo dejaron libre para que se fuera. Pero que va. No quiso irse. 
Ese día, recuerdo, había fiesta en el parque. Pelicano se sintió atraído por la música de un órgano que jadeaba dulcemente manipulado por un niño. 
Allá fue enseguida. En cuanto se posó en la redonda y linda glorieta, el niño lo llamó y le dijo: 
Quédate con nosotros. Serás nuestro amigo. 
A partir de entonces Pelícano dejó de ser un ave solitaria. Empezó a trabajar en la cooperativa. 
Él era quien desplegaba las velas de los barcos, quien volaba delante en busca del buen tiempo, quien golpeaba el agua con sus alas para que los peces fueran hacia las redes. 
Por la tarde, cuando terminaba el trabajo, se ponía planear los aires o a jugar un rato con las olas. Pero lo que más le gustaba era ir con sus amigos a la playa para tirarse sobre la arena y llorar. 

5 El mosquito preguntón 

Ésta era una vez mosquito que le preguntó a su papá donde tenía el corazón. Su papá lo miró muy serio y lo mandó a zumbar a otra parte. 
Los muchachos no preguntan tonterías. 
Pero el mosquito, como un buen capitán de barco, no estaba dispuesto a abandonar su pregunta. 
¿Dónde, papá?—insistió. 
Su padre se viró furioso. 
--Cállese. Eso no lo preguntan los muchachos…! Los mosquitos no tienen corazón! 
El mosquito miró a su padre sorprendido y nunca ha preguntado nada más, pero cada día sabe menos. 

6 El grillo que se enfermó de silencio 

La alegría ha hecho siempre cantar a todo el mundo, si no que lo digan el tomeguin* y sinsonte*, y la cigarra y la rana, y cuanto bicho musical anda por ahí enamorando la soledad de los caminos. Aunque la verdad es que yo pensaba que los grillos exageraban un poco. 
No entendía que un grillo pudiera morirse de silencio. 
No pude entenderlo hasta que me enteré de lo que pasó con el grillo que perdió su voz en una fábrica. Fue algo muy lamentable, como son todos los accidentes de trabajo. Y más en el turno de por la noche, en el que nunca se haba producidos una voz extraña o desafinada que le quitara grandiosidad al rumor que uno está acostumbrado a oír. Pero empecemos por el principio, por el propio grillo. 
Quería que se le escuchara en el último confín. Había practicado en infinidad de serenatas diurnas y nocturnas. Cantó a la luna y al sol, y tanto cantó y cantó, que ya se le oía a una legua de distancia. 
Esa noche, para no gastar ni un sonido, ocupó su puesto de trabajo sin antes afinar su voz en la mata de piñón, como esta establecido. No le importaba. “Me siento como nunca´´, pensó. ”Oirán mi canto las estrellas” 
Olvidaba, con su delirio de grandeza, que en la noche no existe más que una sola voz. El canto nocturno no es un privilegio. Es algo de todos. Un trabajo de todos. El mundo sueña con ese sonido. 
Sin embargo, quería cantar solo. Oírse. Ser grande y único como el silencio. 
Esa fue la razón por la que se adelantó y empezó primero. Soltó el chorro. No había otro como él. 
Era el canto indiscutible de la noche. Lo embriagaba tanto esa idea como su voz. 
Al poco rato se sintió ligeramente ronco. No le hizo caso. 
“¿Por qué voy a preocuparme?”, pensó de nuevo. “La fuerza de mis pulmones jamás me ha fallado”. Para demostrárselo, dio todo el volumen. Puso su cri cri en el cielo. Pero le pasó como a las explosiones, que después del gran estruendo se acaban. 
Así pasó. Enmudeció de golpe. 
Hubo que salir corriendo con él, porque perder la voz es lo más grave que le puede suceder a un grillo. 
--Se muere, se muere—decían sus compañeros. 
Y la verdad es que casi se muere si no le aplican la respiración artificial al tiempo. Tuvieron que sacarle el silencio del corazón y los pulmones. Por suerte era un grillo muy fuerte, obrero de la fábrica de rumores nocturnos más importante de su pueblo. 
Estuvo mucho tiempo sin que le saliera ni un cri, hasta que poco a poco volvió a recuperar su galillo*, y sonó y sonó de nuevo, con alegría mayor, que es la de cantor con todos y estar vivo. 

Galillo: garganta, capacidad de canto. 

7 La codorniz no aprendió a volar 

La codorniz siempre ha presumido de señorona y de que su hija sea una niña de su casa. Ni en el corral con sus parientas lejanas, las gallinas, ni en el jolgorio de los pájaros en el pino. 
--Una niña no puede andar con tanta juntera. Cuando viene a ver, hasta aprende a silbar como los varones. 
Pero llegó el momento en que la niña debía empezar en la escuela. Y la madre, con su presunción de señorona, tampoco quiso que su hija fuera a la escuela para que no se juntara con nadie. 
A volar y a tejer nudos la enseño yo. Mi hija se cría sola. 
Y la niña, loca por jugar con los hijos del sabanero*. Claro, no la dejaban ir a jugar. Seguía sola. 
Y lo peor: sin aprender nada. 
Ya todas las aves del primer grado estaban aprendiendo a volar. Hasta el zunzuncito* hacia la A en pleno vuelo. 
La niña no. La niña seguía igual sin saber. Su madre siempre estaba muy ocupada en buscar alguna semilla de cardo santo para la comida, o en ir a la peluquería para arreglarse el plumaje de la pechuga. 
Cuando la niña le hablaba de volar, le contesta que no tenía tiempo de enseñarla. 
Tú no tienes que preocuparte por volar. Tú lo que tienes que preocuparte únicamente por lucir bonita. No hay que andar por el aire para ser feliz en la vida. Yo misma me casé andando por el suelo. 
Bueno, para no cansarlos buscando el final de un cuento del que ustedes saben cuál es el final, les diré que la codorniz ya es una mujercita, y que sigue sola, metida en el espartillo, sin saber aún ni las cinco vocales del vuelo. 

* sabanero: pájaro cubano 
* zunzuncito: variedad de picaflor 

8 La hormiga león 

La verdad es que nunca se ha visto un león que quiera ser hormiga, no porque tenga miedo ser tan chiquitico, sino porque el león es el rey de la selva y le quedaría muy grande la corona. 
Ahora, lo contrario sí ha sucedido. Hubo una vez una hormiga que quiso ser león. 
La cosa empezó cuando se puso la peluca grandullona de su abuela y lanzo un rugido. En seguida corrió a meterles miedo a los demás. 
Aquello era tremendo. Mientras las otras andaban acarreando hojas o pastoreando pulgones (que son las vacas de las hormigas) para que no faltara la leche en el hormiguero, ella se pasaba el día como si se tratara de un verdadero león. 
Luego los rugidos se le fueron a la cabeza, quiso irle arriba a un mosquito chupaflor y termino teniendo una reyerta con un gorgojo pendenciero. 
Así anduvo la hormiga hasta el día en que se quedó sola en el monte. Sola con su peluca y sus rugidos. 
Entonces se dio cuenta que, hasta el mismo león, solo, puede ser una hormiga. 
Y aprendió otra cosa más: que a una hormiga cualquiera puede aplastarla, aunque ruja como un león. 
Pero, ¿verdad que un hormiguero, en cambio, es algo respetable? 


9.El sol de domingo 

Hay quien piensa que el trabajo del sol es un paseo, que lo único que hace es brillar y lucirse en el cielo delante de todo el mundo. Pero eso no es verdad. ¿Ustedes se imaginan lo que significa hacer el día? ¿Es que acaso puede haber un trabajo más importante que éste, al que por ninguna razón se puede faltar ni llegar tarde nunca? 
No, no puede haberlo. Por tanto, es una injusticia pensar que el trabajo del sol es bobería. 
Y para que no quede duda, voy a contarles lo que pasó una vez que no pudo salir el sol. 
Había llegado la hora de comenzar el día y, como era domingo, todos estaban apelotonados a las puertas del amanecer esperando al sol para salir a pasear. 
Pero el sol no aparecía. 
¿Qué puede haberle ocurrido? -se preguntaban-. Nunca había sucedido cosa semejante. 
Con decirles que la luna no pudo irse a la cama cuando llegó la hora de su relevo. Tuvo que seguir allá arriba para que la gente no se quedara a oscuras. 
Y a causa de la oscuridad, precisamente, el primero que puso el grito en el cielo fue el cocuyo. 
Con el “alúmbrame aquí para buscar la camisa y el “alúmbrame acá para arreglarme”, le estaban acabando con las baterías. 
--¡Es una irresponsabilidad!—dijo el gallo-. Así que me levanto a la hora que me corresponde, me he visto, y cuando salgo a cumplir con mis obligaciones, resulta que no puedo porque el sol no asoma por ninguna parte. Y aquí me tienen, sin poder decir ni un solo quiquiriquí. 
¿Y la rosa?... Ay, la rosa. Era un puro lamento la rosa. Ella que se había levantado tan temprano para quitarse los rolos y soltarse los pétalos en la cabeza. 
Del la familia del almiqui*mejor ni hablar. Estaban tristísimos en su cueva. Póngase a pensar lo que es pasarse también el domingo bajo tierra, sin ver los árboles ni la gente. 
Al arroyo le pasaba, otro tanto. 
¿Cómo se las arreglaría sin el sol para convertirse en nube y pasear por el cielo? ¡Cuánto había soñado con hacerlo ese domingo! 
La golondrina tampoco atinaba que hacer. Estaba corre que te corre, apuradísima, porque con la oscuridad no podría terminar su nido… Y su no lo terminaba, ¿dónde pondría sus huevos? 
Aunque el caso más lamentable era el de la semilla en el surco. 
Sin la luz sus frutos no estarían a tiempo para la cosecha. 
Claro está, siempre hubo alguien, como el caso, que aprovechó la situación y la oscuridad ara levantar un poco de polvo y de ruido. 
--¡Pero, bueno, señores! ¡Hay que hacer algo! ¡Hay que averiguar! No vamos a quedarnos así, sin saber en qué pie hemos metido la chancleta. 
Como podrán darse cuenta, la situación era terrible. Y lo más terrible de todo era pensar qué le podía pasar al sol. 
Al principio la gente creyó que se le había roto el despertador y mandaron una golondrina a que lo despertara. La golondrina regresó diciendo que el sol no estaba dormido. Que el sol estaba despierto tras las lomas. 
La gente se quedó azorada con la noticia. Era increíble. ¿Cómo al sol iba a olvidársele que tenia que salir? ¿Sencillamente, como si nadie se diera cuenta cuando falta el día? 
No encontrando otra cosa que hacer, mandaron de nuevo a la golondrina. 
Entonces el sol envió un recado: “No me esperen. No puedo salir”. 
Esto terminó de alarmar a la gente. Se asustaron tanto, tanto, que tumbaron una ceiba con la gritería, y hasta los que dormían en los últimos rincones del mundo se despertaron. 
Luego, con la oscuridad, también, empezó a despertarse el miedo. Y con el miedo quién sabe todo lo que se hubiera despertado si no llega a aparecer aquella niña con su pregunta: 
¿Por qué no ha salido el sol? 
¿Todavía no lo sabes?—dijo el cocuyo encendiendo el ultimo bombillo que le quedaba --. Pues, porque no le da su realísima gana de salir. 
“Porque no le da realísima…” Por un instante la niña repitió las palabras del cocuyo. 
Eso no era lo que su padre le había enseñado. El sol no se comportaba de esa manera. 
Si se acabaron los días, entonces ya no podremos reír dijo la niña. 
Nadie se atrevió a contestar. 
Hasta el mismo cocuyo se quedó apagado ante aquellas palabras. 
Se hizo un silencio tan grande que se podía oír el secreto de una hormiga. 
Y allá fue otra, a toda carrera, la golondrina, al sol con la niña. 
Se lo encontraron detrás del horizonte, a la orilla del camino de las lomas, con su brillante cabeza entre las manos. 
--Buen, día, señor Sol -saludó la niña. 
Buenas noches, querrás decir, porque aún no he salido -respondió el sol sin levantar la cabeza. 
--¿y que le pasa . Señor Sol, se siente enfermo? 
--Ojala, y me dolieran las muelas para no tener que pasar por esta vergüenza - dijo el sol levantando por fin la cabeza. 
¿Vergüenza ha dicho? 
--Si, y mucha. 
¿Y que cosa es vergüenza, señor Sol? 
Nuestro viejo astro miró a la niña y pareció peder su brillantez por un momento. Tuvo que hacer un esfuerzo para encontrar la respuesta. 
Eh…Este… Vergüenza es el orgullo menos dos botones—dijo. 
¿Cómo? 
--Si, menos dos botones. Los dos que se le cayeron a mi camisa cuando se me rompió la luz por la rodilla con una zarza del camino. 
La golondrina bajó apenada la cabeza para no ver al sol con la rodilla afuera. El sol también bajó la suya para que no le vieran la vergüenza. Y no es que uno quiera defenderlo, pero ¿acaso está bien que el sol, que es el orgullo de todos, salga con la luz rota para que luego venga alguien a decir que al sol le han salido nuevas manchas, por abandonado? 
Era como para echarse a llorar. Sin embargo, todos se echaron a reír, porque ya la niña estaba dando las primeras puntadas del amanecer con su aguja. 
Tan pronto el día estuvo listo, el sol salió corriendo sin darle tiempo a la golondrina a llevar la noticia. 
Así apareció la mañana aquel domingo, cosida al cielo con hilo amarillo. 


*almiqui: pequeño mamífero de Cuba

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