martes, 3 de noviembre de 2015
Deudores y Acreedores - By Anibal Latino - Argentina
DEUDORES Y ACREEDORES
—Déjame, déjame, que voy, les tuerzo el gaznate y los arrastro por el paseo!
—Pero no seas bárbaro. Que" lograras? Te prenderán los vigilantes, te llevaran a la comisaría, quizás a la cárcel, y ya no cobraras nada de lo que te deben.
—! Los muy sinvergüenza!... Mira que lujo... ¡Que sombrero ella! ! Que traje! Bien lo encuentran el dinero para lucir y pasearse en coche!... Pero para pagar los muebles que deben... A fin de mes le pagaremos, vuelva ud. hoy, vuelva vd. mañana, no tenga ud. prisa, no tenga ud. cuidado, y así van pasando los meses, y así ha pasado un año, y nunca me pagan... Y si fuesen ellos solos; pero, amigo, no puede uno trabajar por falta de fondos, mientras los demás le tienen un capital en muebles.
Este dialogo sostenían uno de los pasados domingos en el Paseo de Palermo dos hombres ni jóvenes ni viejos, ni guapos ni feos, más bien altos que bajos, y que por su traje y por cierta pesadez y cadencia en el andar y abandono de toda la persona, revelaban al artesano que empuja, maneja, esgrime toda la semana los instrumentos del trabajo, y encorvado sabré los materiales suda, forcejea, destruye, transforma y reconstruye los elementos que la naturaleza proporciona en estado inservible para que se cumpla, por desdicha nuestra, la expiación del pecado original.
Como no pertenezco a la clase privilegiada de los que, siquiera en domingo, pueden permitirse el lujo de ir en coche, ibame por dicho paseo como un simple mortal entre la gente de a pie, y por rara coincidencia hallabame cerca de los dos citados señores, cuando el uno de ellos empezó alborotarse y a hablar un poco más alto de lo conveniente, mientras el otro procuraba calmarle con todo el peso de su influencia, de su amistad, de su desinterés y de su sabiduríaa. El lenguaje en que se expresaban era una mezcla de italiano, de lombardo, de genoves, de español y de criollo, lleno de concordancias vizcainas, digno de figurar en una exposición de fenómenos, de ser cosa visible como lo fué perceptible; pero he creído oportuno traducirlo y darle formas un poco mas inteligibles, que no es cosa de fastidiar continuamente al lector con anotaciones, explicaciones y traducciones. No vaya a creerse que el furor de mi italiano, a no ser el auxilio del amigo, pareciera tal de hacerle perder la serenidad y el juicio, y atentar contra la felicidad de alguno de los envidiables mortales, que ostentaban en rumbosos y multiformes coches sus gallardas figuras: revelaba ser demasiado ducho para trocar su libertad y su dinero con la pequeña y fugitiva satisfacción de pronunciar algunos insultos y avergonzar en publico a quienes no estaba bien seguro si tenían vergüenza. No fue mas que un desahogo en confianza, un amago de incendio sobre el cual el acompañante, temiendo con sencillez y buena fe tomara proporciones mayores creyó oportuno echar ,por si acaso, algunos baldes de agua.
Por mas que hiciese por averiguar de quien se trataba y mirase a donde indicaba y miraba mi hombre alborotado, era tal el número de coches que sc cruzaban,-pasaban, corrian y se mezclaban, que a punto fijo no me fue posible saber quien o quienes eran. Continué, pues, mi paseo sin preocuparme ya de este insignificante incidente, emprendiendo poco después el camino de mi casa, no sin ver antes desde lejos con alguna extrañeza, a no pocos amigos y conocidos cómodamente arrellanados en los mullidos sillones de lujosos coches, y digo con extrañeza, porque sabia de muchos de ellos, empleados y periodistas, que antes del dia 30 de cada mes ya cobraban su paga o la cobraban otros por ellos, sin faltar algunos que ya habían percibido la de tres meses adelantados.
* * *
El lunes que siguió al domingo a que me refiero, tenia que almorzar en casa de un amigo, y sigamos adelante que esto nada tiene de particular, ni se le importa un bledo al lector. Conviene, sin embargo, advertir que ese amigo era de los dichosos que la tarde anterior formaban en el cortejo de la gente de coche, acompañado de su cara mitad, una joven de veinte y cinco abriles, vivaracha, algo morena, de formas elegantes y desarrolladas. Conviene también tener en cuenta que estábamos en los primeros días del mes.
Pocos minutos antes de la hora del almuerzo nos reunimos, según lo habíamos establecido de antemano, mi amigo Manuel y yo en una confitería de la calle de Artes y nos dirigimos hacia su casa, situada en la calle de Santa Fe, precisamente entre las de Artes y Cerrito.
—Vamos por aquí —exclamo Manuel cuando Llegamos a la calle de Corrientes--; iremos a dar la vuelta por Suipacha.
—Ha mudado ud. de casa?
—No.
—Pues entonces, este es el camino derecho. Por aquí vamos mas pronto.
—No importa: todavía es temprano. Caminaremos un poco para hacer hambre; no me gusta esa calle. No guise insistir, pero sospeche que por esa calle andaría algún ingles, de esos que tienen malas pulgas, o que desengañado ya de la inutilidad de las contemplaciones y dilaciones había amenazado con acudir a otros procedimientos.
Cuando llegamos a la calle de Santa Fe por la de Suipacha, encontramos a pocos pasos de la casa de mi amigo—a quien dirán uds?—al mismo furibundo italiano del paseo de Palermo, el cual a la verdad, sin dejar de fruncir el entrecejo y adoptar cierto aire entre amenazador y suplicante la vez, estaba al parecer bastante mas tranquilo y sosegado, puesto que nos dio los buenos días, y sin ademán alguno de impaciencia miro después fijamente en los ojos a Manuel, torció sus labios para que dibujaran una sonrisa maliciosa, que debía significar: «Ya sabe ud. a lo que vengo.»
Grande fue la amabilidad, la dulzura, que, contra su costumbre, desplegó mi amigo:
—Como esta ud. don Juan?—Y la familia?—como van los negocios? Pase ud. adelante. Por aquí don Juan, tome ud. asiento, vengo al instante,—Y dejandome a mi en la agradable compañía de su esposa y de otras varias simpáticas señoras, igualmente invitadas al almuerzo, volviese al escritorio a resistir, Dios sabe con que humor, las embestidas que yo supuse le había de dirigir el mueblista.
Acosado por el sin numero de preguntas necias que se ocurren a las gentes cuando no saben de que hablar ni que decir, y no quieren, sin embargo, adoptar la prudente resoluciónn de callarse, preocupado yo en contestarlas mas neciamente todavía, entretenido en ojear los adornos y los sabrosos manjares que cubrían la espaciosa mesa, en inspeccionar con disimulo el lujoso mueblaje del comedor, y sobre todo en contemplar con aire indiferente los rostros, los Brazos, las protuberancias, los trajes de las mujeres mas hermosas que allí había, no pude, mientras tomábamos posesíon de nuestras respectivas colocaciones al rededor de la mesa, pescar una sola frase de la discusión empeñada entre don Manuel y don Juan, tanto mas que la esposa, sabedora de lo que se trataba, había tenido la precaución de cerrar la puerta de comunicación interior; pero por las palabras incoherentes, de vergüenza, mañana no paso, última y otras que llegaban distintamente hasta nosotros, por alguno que otro grito, que de vez en cuando se oía, y por cierta inquietud que notaba yo en el rostro de la misma esposa, juzgue quo se debía haber modificado bastante el estado de animo del italiano, y que quizás el recuerdo del día anterior le había hecho nuevamente perder la tranquilidad y la calma.
Por fin apareció Manuel muy alegre y sonriente, porque la costumbre le debía haber familiarizado ya con tales escenas, y empezó el almuerzo que a la verdad fue muy suculento, sin que yo pudiera, sin embargo, con gran extrañeza mía y de los demás, hacerle todos los honores que se merecía y quo yo me había prometido, porque di en cavilar si los manjares podrían también ser fiados y si no habría peligro de que viniese a molestarnos en lo mejor algún almacenero abandonado por otro, si cometió la imprudencia de decir que ya no fiaba mas, si no se pagaba lo atrasado.
Concluido el almuerzo, tornado el café, encendido un buen habano, felizmente agotada la conversación sobre los plausibles temas de si hacia calor, de si iba a llover, de si la política iba de mal en peor, de la carestía de los víveres, de si esta, y la otra familia— pásmese el lector, —gastaban mucho mas de lo que podían; aquilatadas las noticias del día, los meritos y defectos de todas las personas conocidas, y de los artistas quo trabajaban en los varios teatros de la capital, era la una de la tarde cuando me vi libre y solo en la calle de Santa Fe, con una hora por delante de mi para disponer de ella a mi sabor. Resolví emplearla en ir a saludar al dueño de una tienda de la calle Cangallo, a quien debía de mucho tiempo atrás una visita, y con ese propósito enfile la calle de Artes, que ya por fortuna ningún mueblista podía presentarse a obstruirme el paso y decirme alguna desvergüenza.
Llegue a la tienda, que era de ropas, y encontré a su dueño gravemente ocupado en hojear un libro atestado de números que cerro al verme, festejándome sobremanera, como quien sabia que nada iba a pedirle, y si, en todo caso, dejarle algo. Después de otras muchas cosas, pregúntele por sus negocios, é iba a darme la contestación cuando entro una dama muy elegante, seguida de una sirvienta. Después de saludarnos, mirose en un espejo que había enfrente; sentose en una silla, respiro fuertemente, como quien descansa de una gran fatiga, abrió su bolsita, y saco una muestra de raso, preguntando a don Antonio, --debía ser parroquiana—, si tenia del mismo color. A la respuesta afirmativa del dueño, pidió algunas varas, pregunto el precio, nada regateó, volvió a abrir la bolsita y saco... una tarjeta muy elegante que indicaba sus nombres y las señas de su casa, diciendo que podría enviar por el importe el sábado. Bien es verdad que no designo cual. Recordando la escena de la mañana, no pude menos de sonreírme de esta salida; y cuando estuvo fuera la señora, después que don Antonio la hubo sentado en un libro a continuación de otras varias partidas pendientes, le pregunte si le ocurrían muchas ventas como aquella.
—Así son la mayor parte de las que se hacen —me contestó, —y le aseguro a ud. que pasamos buenos apuros para cobrar, si es que cobramos, porque cuando se cansa uno de fiar a los que deben demasiado, van, sin pagarle a ud. a otra tienda, allí hacen un esfuerzo pagando dos o tres veces hasta que les fíen, y así sucesivamente. Crealo ud. que se necesita una paciencia... Si se usan buenos modales, si se guardan consideraciones, le tienen a uno por un infeliz, un pobre diablo, un buen hombre, y las señoras especialmente con su charla inagotable, le hacen ver blanco por negro, y casi casi parece que les debemos favores, que nos honran comprándonos, que somos deudos suyos; si perdiendo la paciencia se levanta la voz, se amenaza, dicen que se les insulta, que van a llamar el vigilante; y en fin, no se podría vivir si no hiciéramos pagar los géneros el doble de lo que valen. Y sin fiar no se vende, porque si no lo hace ud. lo hace el otro, y son muy pocos los que pagan al contado, y hasta los ricos consideran de buen tono pagar muy de tarde en tarde, cuando por casualidad se acuerdan. Ustedes los que escriben, se suelen burlar de los acreedores, poniéndonos en ridículo, diciendo que somos unos impertinentes, que desesperaríamos a Job, que no nos cansamos de volver y esperar, y molestar, y echar discursos, y amenazar; pero le aseguro que todo es poco, y que nosotros somos las victimas.
No espeto el tendero toda esta jeremiada sin algunas preguntas, interrupciones e insinuaciones mías; pero las he omitido en obsequio a la brevedad. Hicimos rodar después la conversación sobre otros varios tópicos, y a las dos menos cuarto despedime de CI, y me dirigí hacia la calles de San Martín, en una de cuyas casas exigían mi presencia otras obligaciones.
Pocos días después mi amigo Manuel, ofreció me su nueva casa en la calle de Belgrano, número...
Sorprendió me grandemente la noticia, y como soy muy malicioso, creí explicarme, por una serie de suposiciones, el significado de las palabras mañana, no paso y ultima, pronunciadas el día consabido por el mueblista, interpretándolas en el sentido de que era la última vez que iba a reclamar lo suyo, y que si pasaba el día siguiente sin pagársele, se llevaría los muebles. Y el muy indino debía haber cumplido implacablemente su amenaza..
Bien es verdad que, según Manuel, necesitaba una casa mas grande, pues ya no sabia a donde meter los muebles que tenia.
Ya todo esto hizome entrar en deseos de conocer mas minuciosamente la vida de mi amigo; puseme, con tal fin, en campaña y después de prolijas investigaciones saque en limpio lo que a continuación puede leerse.
* * *
Manuel es jefe de una oficina pública y goza un sueldo de 180 nacionales al mes. Tiene 29 anos, mediana inteligencia, un físico elegante y simpático, y es alegre, bullicioso, frívolo, generoso, un poco fatuo, prendado de si mismo, y rumboso. Uniose hace cinco años en eternos lazos con Enriqueta, una niña alegre, graciosa, bonita, altiva, gastadora, de buen tono, caprichosa, hija también de un empleado de los de primera categoría, y que por todo caudal, además de su figura atrayente, que no es poco, le trajo muchas inclinaciones románticas, muchas aficiones al lujo, a las diversiones, al canto (no obstante tener una voz capaz de hacer accapponare la pelle a un sordo, como dice De Amicis), y algunos conocimientos de música, todo lo cual no es cosa despreciable.
Tan soberbia pareja, jóvenes de tan distinguidas prendas no podían menos de tener una casa y un servicio a la altura de su importancia y de sus numerosas relaciones, y en efecto no han pagado nunca menos de sesenta nacionales al mes por alquiler de casa, y en cuanto a servicio han tenido siempre cocinera y sirvienta, a las que últimamente agregaron un ama de cria y una niñera para atender al único niño que han puesto al mundo. De donde sacaron el dinero para hacer frente a los cuantiosos gastos que debió originarles el esplendido baile y la opípara cena que a numerosos convidados dieron el día, o mejor dicho, la noche de la boda; con que medios pudieron, además de eso, amueblar después lujosamente su casa, se explica en parte sabiendo que Manuel tiene nada menos que unos cuarenta ingleses, y que casi nada de lo que tiene en su casa es suyo, por la sencilla razón de que lo debe casi todo; pero esto, ya se comprende que no ha sido para los dos esposos motivo bastante para inducirlos a hacer economías, y que nunca les ha impedido llevar costosos trajes, pasearse los domingos en coche por Palermo, y asistir a los espectáculos del Colon y del Nacional. No es esto decir que Manuel sea aficionado a no pagar a nadie, y hacer deudas por gusto O por costumbre, de ninguna manera; paga lo que puede y reparte lo que cobra hasta donde alcanza, pues ya se entiende que a no ser así no hallaría fiadores; solo que empezó a desnivelar
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