lunes, 4 de septiembre de 2017

Para una sociología de las emergencias Por Boaventura de Sousa Santos





Publicado en Pagina 12 el 04/09/2017 


Los seres humanos viven dentro y fuera de la historia. Esto es lo que los distingue de los animales no humanos. Hacemos historia en la medida en que resistimos a lo que la historia hace de nosotros. Vivimos lo que ya fue vivido (el pasado nunca pasa o desaparece) y lo que aún no ha sido vivido (el futuro es vivido como anticipación de lo que en realidad nunca será vivido por nosotros). Entre el presente y el futuro hay un hiato o un vacío sutil, que permite reinventar la vida, romper rutinas, dejarse sorprender por nuevas posibilidades, afirmar, con la convicción del poeta portugués José Régio, “no voy por ahí”. Lo que irrumpe es siempre una interrupción. La vida es la constante recreación de la vida. De otro modo, estaríamos condenados a la Rebelión en la granja de la que habla George Orwell, a vivir en el pantano de solo poder pensar lo que ya fue pensado. En este sentido, podemos afirmar que la forma de capitalismo que hoy domina, popularmente conocida como neoliberalismo, al inculcar con creciente agresividad que no hay alternativa al capitalismo y al modo de vida que impone, configura una propuesta necrodependiente, una economía de muerte, una sociedad de muerte, una política de muerte, una convivencia de muerte, un vicio de ver en la muerte ajena la prueba más convincente de que estamos vivos. Los daños que esta propuesta está causando son hoy evidentes. La imaginación y la creatividad que hacen posible la vida están siendo secuestradas por las fuerzas necrodependientes. A pesar de que todo lo que existe en la historia tiene un principio y un fin, resulta hoy difícil imaginar que el capitalismo, que tuvo un principio, tenga fin. Si tal dificultad se presenta como un obstáculo insalvable, habremos desistido de salir de la historia para hacer  historia, habremos firmado los papeles para entrar en la granja de animales de Orwell.
La dificultad es superable, pero para ello es necesario des-pensar mucho de lo que hasta ahora ha sido pensado como cierto y perenne, sobre todo en el Norte global (Europa y América del Norte). El primer des-pensamiento consiste en aceptar que la comprensión del mundo es mucho más amplia y diversificada que la comprensión occidental del mundo. Entre los mejores teóricos del pensamiento eurocéntrico de la transición del siglo XIX al siglo XX, hubo siempre una gran curiosidad por el mundo extraeuropeo –de Schopenhauer a Carl Jung, de Max Weber a Durkheim– pero siempre estuvo orientada a comprender mejor la modernidad occidental y a mostrar su superioridad. No hubo nunca el propósito de apreciar y valorar en sus propios términos las concepciones del mundo y de la vida que se habían desarrollado fuera del alcance del mundo eurocéntrico, y que divergían de él. En total consonancia con el momento culminante del imperialismo europeo (la Conferencia de Berlín de 1884-85 fijó las bases del reparto colonial de África entre las potencias europeas), todo lo que no coincidía con la cosmovisión eurocéntrica dominante era considerado atrasado y peligroso y, según los casos, objeto de catequización, represión, asimilación. La fuerza de esta idea residió siempre en la idea de la fuerza de los cañones y del comercio desigual que la impusieron.
En el momento en que el mundo eurocéntrico da evidentes signos de agotamiento intelectual y político, se abre la oportunidad para apreciar la diversidad cultural, epistemológica y social del mundo y hacer de ella un campo de aprendizajes que hasta ahora ha sido bloqueado por el prejuicio colonial del Norte global: el prejuicio de, por ser más desarrollado, no tener nada que aprender con el Sur global.
El segundo des-pensamiento es que esa diversidad es infinita y no puede ser captada por ninguna teoría general, por ningún pensamiento único global capaz de abarcarla adecuadamente. Los saberes que circulan por el mundo son infinitos. La aplastante mayoría de la población mundial gestiona su vida cotidiana según preceptos y sabidurías que difieren del saber científico, que consideramos el único válido y riguroso. La ciencia moderna es tanto más preciosa cuanto más se disponga a dialogar con otros conocimientos. Su potencial es tanto mayor cuanto más consciente sea de sus límites. Del reconocimiento de esos límites y de la disponibilidad al diálogo emergen ecologías de saberes, constelaciones de conocimientos que se articulan y enriquecen mutuamente para, a partir de una mayor justicia cognitiva (justicia entre saberes), permitir que se reconozca la existencia y el valor de otros modos de concebir el mundo y la naturaleza y de organizar la vida que no se basan en la lógica capitalista, colonialista y patriarcal que ha sostenido el pensamiento eurocéntrico dominante. No hay justicia social global sin justicia cognitiva global. Solo así será posible crear la interrupción que permita imaginar y realizar nuevas posibilidades de vida colectiva, identificar alternativas reprimidas, desacreditadas, invisibilizadas, que, en su conjunto, representan un fatal desperdicio de experiencia.
De ahí surge el tercer des-pensamiento: no necesitamos alternativas, sino un pensamiento alternativo de alternativas. Ese pensamiento, en sí mismo internamente plural, buscar reconocer y valorizar experiencias que apuntan hacia formas de vida y de convivencia que, pese a ser poco familiares o apenas embrionarias, configuran soluciones para problemas que afligen cada vez más nuestra vida colectiva, como por ejemplo los problemas ambientales.
Tales experiencias constituyen emergencias y solo un pensamiento alternativo será capaz, a partir de ellas, de construir una sociología de las emergencias. 
Consideremos el siguiente ejemplo: el 15 de marzo de este año, el Parlamento de Nueva Zelanda aprobó una ley que confiere personalidad jurídica y derechos humanos al río Whanganui (foto), considerado por los maoríes un río sagrado, un ser vivo que asumen como su antepasado. Tras 140 años de lucha, los maoríes consiguieron obtener la protección jurídica que buscaban: el río deja de ser un objeto de propiedad y de gestión para ser un sujeto de derechos con nombre propio, que debe ser protegido como tal. A los ojos de la concepción eurocéntrica de la naturaleza, basada en la filosofía de Descartes, esta solución jurídica es una aberración. Un río es un objeto natural y como tal no puede ser sujeto de derechos. Fue precisamente en estos términos que la oposición conservadora cuestionó al primer ministro neozelandés. Si un río no es un ser humano, no tiene cabeza, ni tronco, ni  piernas, ¿cómo se le puede atribuir derechos humanos y personalidad jurídica? La respuesta del primer ministro fue dada en forma de contrapregunta. ¿Y una empresa, tiene cabeza, tiene tronco, tiene piernas? Si no los tiene, ¿cómo es tan fácil para nosotros atribuirle personalidad jurídica? 
Lo que está ante nosotros es la emergencia del reconocimiento jurídico de una entidad a la que subyace una concepción de naturaleza diferente de la concepción cartesiana que la modernidad occidental naturalizó como la única concepción posible. Inicialmente, esta concepción estaba lejos de ser consensual. Basta recordar a Spinoza, su distinción entre natura naturata y natura naturans, y su teología basada en la idea Deus sive natura (Dios, o sea, la naturaleza). La concepción spinozista tiene afinidades de familia con la concepción de naturaleza de los pueblos indígenas, no sólo en Oceanía sino también en las Américas. Estos últimos consideran la naturaleza como Pachamama, Madre Tierra, y defienden que la naturaleza no nos pertenece: nosotros pertenecemos a la naturaleza.
La concepción spinosista fue suprimida porque solo la concepción cartesiana permitía concebir a la naturaleza como un recurso natural, transformarla en un objeto incondicionalmente disponible para la explotación de los humanos. Al final esta era una de las grandes razones, sino la mayor razón, de la expansión colonial, y la mejor justificación para la apropiación no negociada y violenta de las riquezas del Nuevo Mundo. Y para que la apropiación y la violencia fuesen plenas, los propios pueblos indígenas fueron considerados parte de la naturaleza. Fue necesaria una encíclica papal (Sublimis Deus, del Papa Paulo III en 1537) para garantizar que los indios tenían alma, una garantía menos generosa de lo que puede parecer, toda vez que se destinaba a justificar la evangelización (si los indios no tuviesen alma, ¿cómo pretender salvarlos?).
La novedad jurídica venida de Nueva Zelanda tiene precedentes. La Constitución Política de Ecuador de 2008 establece en su artículo 71 que la naturaleza, concebida como Madre Tierra, es un sujeto de derechos. Y una semana después de la promulgación de la ley neozelandesa, el Tribunal Supremo del Estado de Uttarakhand de la India decidió que los ríos Ganges y su afluente Yamuna son “entidades humanas vivas”. Llevadas a la práctica, estas decisiones están lejos de ser triviales. Significan, por ejemplo, que las empresas que contaminan un río cometen un ilícito criminal y la indemnización a que quedan obligadas será inmensamente superior a las que pagan hoy (cuando pagan). Ya en 1944 Karl Polanyi recordaba en su obra maestra, La gran transformación, que si las empresas capitalistas tuviesen que indemnizar adecuadamente todos los daños que causan a los seres humanos y a la naturaleza, dejarían de ser rentables.
Estas innovaciones jurídicas no surgen de concesiones generosas de las clases dominantes y las elites eurocéntricas. Son la culminación de procesos de lucha de larga duración, luchas de resistencia contra la explotación capitalista y colonial, impuesta como imperativo de modelos de desarrollo que, previsiblemente, solo benefician a los explotadores. Su carácter de emergencia reside en el hecho de ser gérmenes de otra relación entre humanos y naturaleza que puede ser potencialmente decisiva para resolver los graves problemas ambientales que afrontamos. 
Son emergencias porque sirven no solamente a los intereses de los grupos sociales que las promueven, sino también a los intereses globales de la población mundial ante problemas como el calentamiento global y las dramáticas consecuencias que de ello derivan. Para darles a estas emergencias el crédito que merecen, no podemos apoyarnos en el pensamiento eurocéntrico hegemónico. Necesitamos un pensamiento alternativo de alternativas, al que vengo denominando epistemologías del Sur.
* Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez.

Para una sociología de las emergencias Por Boaventura de Sousa Santos

Publicado en Pagina12 04/09/2017 
Los seres humanos viven dentro y fuera de la historia. Esto es lo que los distingue de los animales no humanos. Hacemos historia en la medida en que resistimos a lo que la historia hace de nosotros. Vivimos lo que ya fue vivido (el pasado nunca pasa o desaparece) y lo que aún no ha sido vivido (el futuro es vivido como anticipación de lo que en realidad nunca será vivido por nosotros). Entre el presente y el futuro hay un hiato o un vacío sutil, que permite reinventar la vida, romper rutinas, dejarse sorprender por nuevas posibilidades, afirmar, con la convicción del poeta portugués José Régio, “no voy por ahí”. Lo que irrumpe es siempre una interrupción. La vida es la constante recreación de la vida. De otro modo, estaríamos condenados a la Rebelión en la granja de la que habla George Orwell, a vivir en el pantano de solo poder pensar lo que ya fue pensado. En este sentido, podemos afirmar que la forma de capitalismo que hoy domina, popularmente conocida como neoliberalismo, al inculcar con creciente agresividad que no hay alternativa al capitalismo y al modo de vida que impone, configura una propuesta necrodependiente, una economía de muerte, una sociedad de muerte, una política de muerte, una convivencia de muerte, un vicio de ver en la muerte ajena la prueba más convincente de que estamos vivos. Los daños que esta propuesta está causando son hoy evidentes. La imaginación y la creatividad que hacen posible la vida están siendo secuestradas por las fuerzas necrodependientes. A pesar de que todo lo que existe en la historia tiene un principio y un fin, resulta hoy difícil imaginar que el capitalismo, que tuvo un principio, tenga fin. Si tal dificultad se presenta como un obstáculo insalvable, habremos desistido de salir de la historia para hacer  historia, habremos firmado los papeles para entrar en la granja de animales de Orwell.
La dificultad es superable, pero para ello es necesario des-pensar mucho de lo que hasta ahora ha sido pensado como cierto y perenne, sobre todo en el Norte global (Europa y América del Norte). El primer des-pensamiento consiste en aceptar que la comprensión del mundo es mucho más amplia y diversificada que la comprensión occidental del mundo. Entre los mejores teóricos del pensamiento eurocéntrico de la transición del siglo XIX al siglo XX, hubo siempre una gran curiosidad por el mundo extraeuropeo –de Schopenhauer a Carl Jung, de Max Weber a Durkheim– pero siempre estuvo orientada a comprender mejor la modernidad occidental y a mostrar su superioridad. No hubo nunca el propósito de apreciar y valorar en sus propios términos las concepciones del mundo y de la vida que se habían desarrollado fuera del alcance del mundo eurocéntrico, y que divergían de él. En total consonancia con el momento culminante del imperialismo europeo (la Conferencia de Berlín de 1884-85 fijó las bases del reparto colonial de África entre las potencias europeas), todo lo que no coincidía con la cosmovisión eurocéntrica dominante era considerado atrasado y peligroso y, según los casos, objeto de catequización, represión, asimilación. La fuerza de esta idea residió siempre en la idea de la fuerza de los cañones y del comercio desigual que la impusieron.
En el momento en que el mundo eurocéntrico da evidentes signos de agotamiento intelectual y político, se abre la oportunidad para apreciar la diversidad cultural, epistemológica y social del mundo y hacer de ella un campo de aprendizajes que hasta ahora ha sido bloqueado por el prejuicio colonial del Norte global: el prejuicio de, por ser más desarrollado, no tener nada que aprender con el Sur global.
El segundo des-pensamiento es que esa diversidad es infinita y no puede ser captada por ninguna teoría general, por ningún pensamiento único global capaz de abarcarla adecuadamente. Los saberes que circulan por el mundo son infinitos. La aplastante mayoría de la población mundial gestiona su vida cotidiana según preceptos y sabidurías que difieren del saber científico, que consideramos el único válido y riguroso. La ciencia moderna es tanto más preciosa cuanto más se disponga a dialogar con otros conocimientos. Su potencial es tanto mayor cuanto más consciente sea de sus límites. Del reconocimiento de esos límites y de la disponibilidad al diálogo emergen ecologías de saberes, constelaciones de conocimientos que se articulan y enriquecen mutuamente para, a partir de una mayor justicia cognitiva (justicia entre saberes), permitir que se reconozca la existencia y el valor de otros modos de concebir el mundo y la naturaleza y de organizar la vida que no se basan en la lógica capitalista, colonialista y patriarcal que ha sostenido el pensamiento eurocéntrico dominante. No hay justicia social global sin justicia cognitiva global. Solo así será posible crear la interrupción que permita imaginar y realizar nuevas posibilidades de vida colectiva, identificar alternativas reprimidas, desacreditadas, invisibilizadas, que, en su conjunto, representan un fatal desperdicio de experiencia.
De ahí surge el tercer des-pensamiento: no necesitamos alternativas, sino un pensamiento alternativo de alternativas. Ese pensamiento, en sí mismo internamente plural, buscar reconocer y valorizar experiencias que apuntan hacia formas de vida y de convivencia que, pese a ser poco familiares o apenas embrionarias, configuran soluciones para problemas que afligen cada vez más nuestra vida colectiva, como por ejemplo los problemas ambientales.
Tales experiencias constituyen emergencias y solo un pensamiento alternativo será capaz, a partir de ellas, de construir una sociología de las emergencias. 
Consideremos el siguiente ejemplo: el 15 de marzo de este año, el Parlamento de Nueva Zelanda aprobó una ley que confiere personalidad jurídica y derechos humanos al río Whanganui (foto), considerado por los maoríes un río sagrado, un ser vivo que asumen como su antepasado. Tras 140 años de lucha, los maoríes consiguieron obtener la protección jurídica que buscaban: el río deja de ser un objeto de propiedad y de gestión para ser un sujeto de derechos con nombre propio, que debe ser protegido como tal. A los ojos de la concepción eurocéntrica de la naturaleza, basada en la filosofía de Descartes, esta solución jurídica es una aberración. Un río es un objeto natural y como tal no puede ser sujeto de derechos. Fue precisamente en estos términos que la oposición conservadora cuestionó al primer ministro neozelandés. Si un río no es un ser humano, no tiene cabeza, ni tronco, ni  piernas, ¿cómo se le puede atribuir derechos humanos y personalidad jurídica? La respuesta del primer ministro fue dada en forma de contrapregunta. ¿Y una empresa, tiene cabeza, tiene tronco, tiene piernas? Si no los tiene, ¿cómo es tan fácil para nosotros atribuirle personalidad jurídica? 
Lo que está ante nosotros es la emergencia del reconocimiento jurídico de una entidad a la que subyace una concepción de naturaleza diferente de la concepción cartesiana que la modernidad occidental naturalizó como la única concepción posible. Inicialmente, esta concepción estaba lejos de ser consensual. Basta recordar a Spinoza, su distinción entre natura naturata y natura naturans, y su teología basada en la idea Deus sive natura (Dios, o sea, la naturaleza). La concepción spinozista tiene afinidades de familia con la concepción de naturaleza de los pueblos indígenas, no sólo en Oceanía sino también en las Américas. Estos últimos consideran la naturaleza como Pachamama, Madre Tierra, y defienden que la naturaleza no nos pertenece: nosotros pertenecemos a la naturaleza.
La concepción spinosista fue suprimida porque solo la concepción cartesiana permitía concebir a la naturaleza como un recurso natural, transformarla en un objeto incondicionalmente disponible para la explotación de los humanos. Al final esta era una de las grandes razones, sino la mayor razón, de la expansión colonial, y la mejor justificación para la apropiación no negociada y violenta de las riquezas del Nuevo Mundo. Y para que la apropiación y la violencia fuesen plenas, los propios pueblos indígenas fueron considerados parte de la naturaleza. Fue necesaria una encíclica papal (Sublimis Deus, del Papa Paulo III en 1537) para garantizar que los indios tenían alma, una garantía menos generosa de lo que puede parecer, toda vez que se destinaba a justificar la evangelización (si los indios no tuviesen alma, ¿cómo pretender salvarlos?).
La novedad jurídica venida de Nueva Zelanda tiene precedentes. La Constitución Política de Ecuador de 2008 establece en su artículo 71 que la naturaleza, concebida como Madre Tierra, es un sujeto de derechos. Y una semana después de la promulgación de la ley neozelandesa, el Tribunal Supremo del Estado de Uttarakhand de la India decidió que los ríos Ganges y su afluente Yamuna son “entidades humanas vivas”. Llevadas a la práctica, estas decisiones están lejos de ser triviales. Significan, por ejemplo, que las empresas que contaminan un río cometen un ilícito criminal y la indemnización a que quedan obligadas será inmensamente superior a las que pagan hoy (cuando pagan). Ya en 1944 Karl Polanyi recordaba en su obra maestra, La gran transformación, que si las empresas capitalistas tuviesen que indemnizar adecuadamente todos los daños que causan a los seres humanos y a la naturaleza, dejarían de ser rentables.
Estas innovaciones jurídicas no surgen de concesiones generosas de las clases dominantes y las elites eurocéntricas. Son la culminación de procesos de lucha de larga duración, luchas de resistencia contra la explotación capitalista y colonial, impuesta como imperativo de modelos de desarrollo que, previsiblemente, solo benefician a los explotadores. Su carácter de emergencia reside en el hecho de ser gérmenes de otra relación entre humanos y naturaleza que puede ser potencialmente decisiva para resolver los graves problemas ambientales que afrontamos. 
Son emergencias porque sirven no solamente a los intereses de los grupos sociales que las promueven, sino también a los intereses globales de la población mundial ante problemas como el calentamiento global y las dramáticas consecuencias que de ello derivan. Para darles a estas emergencias el crédito que merecen, no podemos apoyarnos en el pensamiento eurocéntrico hegemónico. Necesitamos un pensamiento alternativo de alternativas, al que vengo denominando epistemologías del Sur.
* Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez.